Fidel Castro married Mirta Diaz-Balart in
1948, but they were divorced in 1954. His son, Fidel Castro Diaz-Balart is now
serving as head of atomic energy commission of Cuba. A member of the
social-democratic Orthodox party in the late 1940s, Castro was an early and publically
opponent of the dictatorship of Fulgencio Batista. With a strong interest in
politics, Fidel Castro took some action in order to guarantee himself in Cuba
its political world. In 1947 he joined a group and planned to overthrow of the
Dominican Republic its dictator. Fidels Castro by taking over Cuba affected Cuban
society and the country significantly.
He is a Cuban revolutionary and took control of his country Cuba in the
year 1959. Fidel Castro is a man who turned Cuba into a Communist dictatorship.
He is a very tough man and was born on
Aug. 13, 1926, on a farm in Mayari. Fidel Castro went to Catholic schools in
Santiago de Cuba and Havana. In 1945 he enrolled at the University of Havana,
graduating in 1950 with a law degree.
In July 26, 1953, Fidel Castro led an attack on the Moncada army barracks that failed but brought him national recognition. When his political ideas were nationalistic, anti-imperialist, and reformist, he was not a member of the Communist party. After the attack on Moncada, Fidel Castro was sentenced to 15 years in prison but was released in 1955. He then went into exile in Mexico. In Mexico Fidel Castro founded the 26th of July Movement, vowing to return to Cuba in order to fight against Batista. In December 1956, he and 81 others fighters, including Che Guevara, returned to Cuba and made their way to the Sierra Maestra, from which they launched a successful guerrilla war. Fidel Castro proved himself a strong leader. Seeing his army collapse, and unable to count on the support of the United States, Batista fled on Jan. 1, 1959, letting Castro rise to power. Cuba's government is currently a totalitarian state since the revolution on January 1st in 1959. The head of state is currently Fidel Castro, also the Chief of State, as well as the Head of Government, First Secretary of the Cuban Communist Party, and Commander in Chief of the armed forces.
In July 26, 1953, Fidel Castro led an attack on the Moncada army barracks that failed but brought him national recognition. When his political ideas were nationalistic, anti-imperialist, and reformist, he was not a member of the Communist party. After the attack on Moncada, Fidel Castro was sentenced to 15 years in prison but was released in 1955. He then went into exile in Mexico. In Mexico Fidel Castro founded the 26th of July Movement, vowing to return to Cuba in order to fight against Batista. In December 1956, he and 81 others fighters, including Che Guevara, returned to Cuba and made their way to the Sierra Maestra, from which they launched a successful guerrilla war. Fidel Castro proved himself a strong leader. Seeing his army collapse, and unable to count on the support of the United States, Batista fled on Jan. 1, 1959, letting Castro rise to power. Cuba's government is currently a totalitarian state since the revolution on January 1st in 1959. The head of state is currently Fidel Castro, also the Chief of State, as well as the Head of Government, First Secretary of the Cuban Communist Party, and Commander in Chief of the armed forces.
A.XH
Fidel Castro: “La Historia me absolverá” (1953)
Señores magistrados:
Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en
tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo
de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma persona.
Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace
hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y
absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y
legales.
Quien está hablando aborrece con toda su alma la
vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento para poses de tribuno
ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido que asumir mi propia defensa
ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se me privó
de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y
haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en
una ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la
verdad.
No faltaron compañeros generosos que quisieran
defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me
representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge
Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo,
desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él
cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que
intervino la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse
conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se
supone que un abogado deba conversar privadamente con su defendido, salvo que
se trata de un prisionero de guerra cubano en manos de un implacable despotismo
que no reconozca reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo
estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia fiscalización de nuestras armas para
el juicio oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser
reducidas a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los
hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles verdades que
deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se decidió que, haciendo uso
de mi condición de abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa.
Esta decisión, oída y trasmitida por el sargento del
SIM, provocó inusitados temores; parece que algún duendecillo burlón se
complacía diciéndoles que por culpa mía los planes iban a salir muy mal; y
vosotros sabéis de sobra, señores magistrados, cuántas presiones se han
ejercido para que se me despojase también de este derecho consagrado en Cuba
por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder a tales pretensiones
porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la indefensión. Ese acusado,
que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna razón del mundo callará lo
que debe decir. Y estimo que hay que explicar, primero que nada, y qué se debió
la feroz incomunicación a que fui sometido; cuál es el propósito al reducirme
al silencio; por qué se fraguaron planes; qué hechos gravísimos se le quieren
ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas extrañas que han
ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo hacer con entera claridad.
Vosotros habéis calificado este juicio públicamente
como el más trascendental de la historia republicana, y así lo habéis creído
sinceramente, no debisteis permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas
a vuestra autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre
un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala
de justicia, más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados.
Una gran mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía
muchos días, después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los
calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el
menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo
su participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación
sin precedentes y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas
que con toda mala fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían
combatido una vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado
nuestro; iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y
ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba!
¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones? ¿Cómo
impedir que se supiera lo que en realidad había ocurrido, cuando tal número de
jóvenes había ocurrido, cuando tal número de jóvenes estaban dispuestos a
correr todos los riesgos: cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por
denunciarlo ante el tribunal?
En aquella primera sesión se me llamó a declarar y
fui sometido a interrogatorio durante dos horas, contestando las preguntas del
señor fiscal y los veinte abogados de la defensa. Puede probar con cifras
exactas y datos irrebatibles las cantidades de dinero invertido, la forma en
que se habían obtenido y las armas que logramos reunir. No tenía nada que
ocultar, porque en realidad todo había sido logrado con sacrificios sin
precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que
nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en todo
momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi cometido
demostrando la no participación, ni directa ni indirecta, de todos los acusados
falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo
de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se avergonzarían ni se
arrepentirían de su condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de
tener que sufrir las consecuencias.
No se me
permitió nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer
exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo
ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de
los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una
misma conciencia y dignidad los alienta a todos.
Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como
castillo de naipes el edificio de mentiras infames que había levantado el
gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor fiscal
comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales, solicitando de
inmediato para ellas la libertas provisional.
Terminadas mis declaraciones en aquella primera
sesión, yo había solicitado permiso del tribunal para abandonar el banco de los
acusados y ocupar un puesto entre los abogados defensores, lo que, en efecto,
me fue concedido. Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más
importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes calumnias que se
lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los
crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros,
mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este
pueblo, que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su
historia.
La segunda sesión fue el martes 22 de septiembre.
Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya había logrado poner
en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo, estableciendo
específicamente y haciéndola constar en acta, la responsabilidad directa del
capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía trescientas
personas.
¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de
datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los
propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el gobierno
que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las
sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de
los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de
los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se
ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que
permitirlo!
Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ellos
manu militari. El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera
sesión, se presentaron en mi celda dos médicos sesión, se presentaron en mi
celda dos médicos del penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a
hacerte un reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto
por mi salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los ví había
comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron
la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les
dijo que yo "le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al
gobierno", que tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar
que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones.
Me expresaron además los médicos que ellos, por su
parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las
persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí
era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero
tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales
propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles:
"Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío."
Ellos, después que se retiraron, firmaron el
certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo
de salvarme al vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar
silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si
decirla en este caso pudieran lesionar el interés material de esos buenos
profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella
misma noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el plan que se
tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que certificaran mi
perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenían
que permitir semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para dar a
entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi
escrito aquel pensamiento del Maestro:
"Un
principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército".
Ésa fue la carta que, como sabe el tribunal, presentó la doctora Melba
Hernández, en la sesión tercera del juicio oral del 26 de septiembre. Pude
hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba.
Con motivo de dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias:
incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron
al más apartado lugar de la cárcel. A partir de entonces, todos los acusados
eran registrados minuciosamente, de pies a cabeza, antes de salir para el
juicio.
Vinieron los médicos forenses el día 27 y
certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo,
pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se me volvió a traer a ninguna
sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por
personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de
rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con
pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de
amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, n les quedó
otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y
descarado...
Caso insólito el que se estaba produciendo, señores
magistrados: un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los
tribunales; un régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la
convicción moral de un hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado.
Así, después de haberme privado de todo, me privaban por último del juicio
donde era el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en
plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley
de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos
habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado!
Debo hacer hincapié en actitud insolente e
irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido en todo momento los
jefes militares. Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la inhumana
incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas veces ordenó que se respetasen mis
derechos más elementales, cuantas veces demandó que se me presentara a juicio,
jamás fue obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes. Peor
todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda sesión, se
me puso al lado una guardia perentoria para que me impidiera en absoluto hablar
con nadie, ni aun en los momentos de receso, dando a entender que, no ya en la
prisión, sino hasta en la misma Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el
menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba plantear este problema en la
sesión siguiente como cuestión de elemental honor para el tribunal, pero... ya
no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que
vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una legalidad que únicamente
ellos y exclusivamente ellos están violando desde el 10 de marzo, harto triste
es el papel que os quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso
ni una sola vez la máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en
cuenta esta circunstancia.
Más, todas las medidas resultaron completamente
inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo sin precedentes, cumplieron
cabalmente su deber.
"Sí, vinimos a combatir por la libertad de Cuba
y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían uno por uno cuando eran
llamados a declarar, e inmediatamente, con impresionante hombría, dirigiéndose
al tribunal, denunciaban los crímenes horribles que se habían cometido en los
cuerpos de nuestros hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi
celda en todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de
Boniato que, pese a todas las amenazas de severos castigos, se valieron de
ingeniosos medios para poner en mis manos recortes de periódicos e
informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e inmoralidades del
director Taboada y del teniente supervisor Rosabal, que los hacen trabajar de
sol a sol, construyendo palacetes privados, y encima los matan de hambre
malversando los fondos de subsistencia.
A medida que se desarrolló el juicio, los papeles se
invirtieron: los que iban a acusar salieron acusados, y los acusados se
convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los revolucionarios, se juzgó
para siempre a un señor que se llama Batista... ¡Monstrum horrendum!... No
importa que los valientes y dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana el
pueblo condenará al dictador y a sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les
envió, en cuyas circulares mora todavía el espectro de Castells y no se ha
apagado aún el grito de tantos y tantos asesinados; allí han ido a purgar, en
amargo cautiverio, su amor a la libertad, secuestrados de la sociedad,
arrancados de sus hogares y desterrados de la patria. ¿No creéis, como dije,
que en tales circunstancias es ingrato y difícil a este abogado cumplir su
misión?
Como resultado de tantas maquinaciones turbias e
ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme
aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser
juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se
entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio
de Justicia, donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más
cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el
cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas calada, porque
pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa.
Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento
establecen que el juicio será "oral y público"; sin embargo, se ha
impedido por completo al pueblo la entrada en esta sesión. Sólo han dejado
pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no
permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por único público, en la sala y
en los pasillos, cerca de cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y
amable atención que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército!
Yo sé que algún día arderá en deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y
de sangre que han lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones de un
grupito desalmado. Entonces ¡ay de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus
nobles guerreras... si es que el pueblo no los ha desmontado mucho antes!
Por último, debo decir que no se dejó pasar a mi
celda en la prisión ningún tratado de derecho penal. Sólo puedo disponer de
este minúsculo código que me acaba de prestar un letrado, el valiente defensor
de mis compañeros: doctor Baudilio Castellanos. De igual modo se prohibió que
llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión
los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el
autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este
juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en
absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento
las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los
pueblos.
Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal; espero que
me la conceda en compensación de tanto exceso y desafuero como ha tenido que
sufrir este acusado sin amparo alguno de las leyes: que se respete mi derecho a
expresarme con entera libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las meras
apariencias de justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro, de
ignominia y cobardía.
Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que el
señor fiscal vendría con una acusación terrible, dispuesto a justificar hasta
la saciedad la pretensión y los motivos por los cuales en nombre del derecho y
de la justicia —y ¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a
veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el
artículo 148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias
agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis años de
prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y justificar que un
hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por ventura el
señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque, según observo, su laconismo en
este caso se da de narices con aquella solemnidad con que los señores
magistrados declararon, un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma
importancia, y yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un
simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea condenado a
seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una sola palabra para
respaldar su petición.
Soy justo..., comprendo que es difícil, para un
fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en
nombre de un gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna
legalidad y menos moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él,
quizás... tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel.
Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas con menos
talento que él escribir largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo,
pues, creer que carezca de razones para defenderlo, aunque sea durante quince
minutos, por mucha repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente?
Es indudable que en el fondo de esto hay una gran conjura.
Señores magistrados: ¿Por qué tanto interés en que
me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende todo género de razonamientos para no
presentar ningún blanco contra el cual pueda yo dirigir el ataque de mis
argumentos? ¿Es que se carece por completo de base jurídica, moral y política
para hacer un planteamiento serio de la cuestión? ¿Es que se teme tanto a la
verdad? ¿Es que se quiere que yo hable también dos minutos y no toque aquí los
puntos que tienen a ciertas gentes sin dormir desde el 26 de julio’ Al
circunscribirse la petición fiscal a la simple lectura de cinco líneas de un
artículo del Código de Defensa Social, pudiera pensarse que yo me circunscriba
a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor de ellas, como un esclavo en
torno a una piedra de molino.
Pero no aceptaré de ningún modo esa mordaza, porque
en este juicio se está debatiendo algo más que la simple libertad de un
individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales de principios, se juzga
sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las bases mismas
de nuestra existencia como nación civilizada y democrática. Cuando concluya, no
quiero tener que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por defender,
verdad es decir, ni crimen sin denunciar.
El famoso articulejo del señor fiscal no merece ni
un minuto de réplica. Me limitaré, por el momento, a librar contra él una breve
escaramuza jurídica, porque quiero tener limpio de minucias el campo para
cuando llegue la hora de tocar el degüello contra toda la mentira, falsedad,
hipocresía, convencionalismos y cobardía moral sin límites en que se basa esa
burda comedia que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de marzo, se llama
en Cuba Justicia.
Es un principio elemental de derecho penal que el
hecho imputado tiene que ajustarse exactamente al tipo de delito prescrito por
la ley. Si no hay ley exactamente aplicable al punto controvertido, no hay
delito.
El artículo en cuestión dice textualmente: "Se
impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de
un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes
Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco
a veinte años si se llevase a efecto la insurrección."
¿En qué país está viviendo el señor fiscal? ¿Quién
le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento contra los Poderes
Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a la vista. En primer lugar, la
dictadura que oprime a la nación no es un poder constitucional, sino
inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por encima de la
Constitución, violando la Constitución legítima de la República. Constitución
legítima es aquella que emana directamente del pueblo soberano. Este punto lo
demostraré plenamente más adelante, frente a todas las gazmoñerías que han
inventado los cobardes y traidores para justificar lo injustificable.
En segundo lugar, el artículo habla de Poderes, es
decir, plural, no singular, porque está considerado el caso de una república
regida por un Poder Legislativo, un Poder Ejecutivo y un Poder Judicial que se
equilibran y contrapesan unos a otros. Nosotros hemos promovido rebelión contra
un poder único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes
Legislativos y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que
precisamente trataba de proteger el artículo del Código que estamos analizando.
En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de marzo, ni
hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho que se estire, se
encoja o se remiende, ni una sola coma del artículo 148 es aplicable a los
hechos del 26 de Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la oportunidad en que
pueda aplicarse a los que sí promovieron alzamiento contra los Poderes Constitucionales
del Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle la memoria al
señor fiscal sobre ciertas circunstancias que lamentablemente se le han
olvidado.
Os advierto que acabo de empezar. Si en vuestras
almas queda un latido de amor a la patria, de amor a la humanidad, de amor a la
justicia, escucharme con atención. Sé que me obligarán al silencio durante
muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios
posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se
ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero
darle en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes.
Escuché al dictador el lunes 27 de julio, desde un
bohío de las montañas, cuando todavía quedábamos dieciocho hombres sobre las
armas. No sabrán de amarguras e indignaciones en la vida los que no hayan
pasado por momentos semejantes. Al par que rodaban por tierra las esperanzas
tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro pueblo, veíamos al déspota
erguirse sobre él, más ruin y soberbio que nuca. El chorro de mentiras y
calumnias que vertió en su lenguaje torpe, odioso y repugnante, sólo puede
compararse con el chorro enorme de sangre joven y limpia que desde la noche
antes estaba derramando, con su conocimiento, consentimiento, complicidad y
aplauso, la más desalmada turba de asesinos que pueda concebirse jamás. Haber
creído durante un solo minuto lo que dijo es suficiente falta para que un
hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado toda la vida.
No tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la
esperanza de marcarle sobre la frente miserable la verdad que lo estigmatice
por el resto de sus días y el resto de los tiempos, porque sobre nosotros se
cerraba ya el cerco de más de mil hombres, con armas de mayor alcance y
potencia, cuya consigna terminante era regresar con nuestros cadáveres. Hoy,
que ya la verdad empieza a conocerse y que termino con estas palabras que estoy
pronunciando la misión que me impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo
y feliz, por lo cual no escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los
enfurecidos asesinos.
Es necesario que me detengan a considerar un poco
los hechos. Se dijo por el mismo gobierno que el ataque fue realizado con tanta
precisión y perfección que evidenciaba la presencia de expertos militares en la
elaboración del plan. ¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un grupo de
jóvenes ninguno de los cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus
nombres, menos dos de ellos que no están ni muertos mi presos: Abel Santamaría,
José Luis Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que
les habla.
La mitad han muerto, y en justo tributo a su memoria
puedo decir que no eran expertos militares, pero tenían patriotismo suficiente para
darles, en igualdad de condiciones, una soberana paliza a todos los generales
del 10 de marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas. Más difícil fue
organizar, entrenar y movilizar hombres y armas bajo un régimen represivo que
gasta millones de pesos en espionaje, soborno y delación, tareas que aquellos
jóvenes y otros muchos realizaron con seriedad, discreción y constancia
verdaderamente increíbles; y más meritorio todavía será siempre darle a un
ideal todo lo que se tiene y, además, la vida.
La movilización final de hombres que vinieron a esta
provincia desde los más remotos pueblos de toda la Isla, se llevó a cabo con
admirable precisión y absoluto secreto. Es cierto igualmente que el ataque se
realizó con magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m.,
tanto en Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de
minutos y segundos prevista de antemano, fueron cayendo los edificios que
rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun cuando disminuya
nuestro mérito, voy a revelar por primera vez también otro hecho que fue fatal:
la mitad del grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error
lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el momento
decisivo.
Abel Santamaría, con veintiún hombres, había ocupado
el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos un médico y
dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio de
Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto, noventa y
cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por
una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se
inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de recorrido
exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva, que tenía casi todas
las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle
equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debo
aclarar que no albergo la menor duda sobre el valor de esos hombres, que al
verse extraviados sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de
acción que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en
ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto. Muchos de
ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero heroísmo.
Todo el mundo tenía instrucciones muy precisas de
ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un grupo de hombres armados fue más
generoso con el adversario. Se hicieron desde los primeros momentos numerosos
prisioneros, cerca de veinte en firme; y hubo un instante, al principio, en que
tres hombres nuestros, de los que habían tomado la posta: Ramiro Valdés, José
Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca y detuvieron durante
un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos prisioneros declararon ante el
tribunal, y todos sin excepción han reconocido que se les trató con absoluto
respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este
aspecto sí tengo que agradecerle algo, de corazón, al señor fiscal: que en el
juicio donde se juzgó a mis compañeros, al hacer su informe, tuvo la justicia
de reconocer como un hecho indudable el altísimo espíritu de caballerosidad que
mantuvimos en la lucha.
La disciplina por parte del Ejército fue bastante
mala. Vencieron en último término por el número, que les daba una superioridad
de quince a uno, y por la protección que les brindaban las defensas de la
fortaleza. Nuestros hombres tiraban mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron.
El valor humano fue igualmente alto de parte y parte.
Considerando las causas del fracaso táctico, aparte
del lamentable error mencionado, estimo que fue una falta nuestra dividir la
unidad de comandos que habíamos entrenado cuidadosamente. De nuestros mejores
hombres y más audaces jefes, había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el
Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia; de haber hecho otra
distribución, el resultado pudo haber sido distinto. El choque con la patrulla
(totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos después no
habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el campamento, que
de otro modo habría caído en nuestras manos sin disparar un tiro, pues ya la
posta estaba en nuestro poder. Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que
estaban bien provistos, el parque de nuestro lado era escasísimo. De haber
tenido nosotros granadas de mano, no hubieran podido resistir quince minutos.
Cuando me convencí de que todos los esfuerzos eran ya
inútiles para tomar la fortaleza, comencé a retirar nuestros hombres en grupos
de ocho y de diez. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al
mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al
Ejército. Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el noventa
y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la crueldad y la
inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más
que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas frente a la única
salida del edificio, y sólo depusieron las armas cuando no les quedaba una
bala. Con ellos estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de
nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de
Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la
rebeldía y heroísmo de nuestra juventud.
Nuestros planes eran proseguir la lucha en las
montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney,
la tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya muchos estaban desalentados. Unos
veinte decidieron presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El
resto, dieciocho hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron
a las montañas. El terreno era totalmente desconocido para nosotros. Durante
una semana ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el
Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a
subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron
la última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos;
algunos consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron
presentados por monseñor Pérez Serantes.
Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros: José
Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados los tres, al amanecer del sábado
1º de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría nos sorprendió
durmiendo. Ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción
que provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió que
algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas.
No necesito desmentir aquí las estúpidas sandeces
que, para mancillar mi nombre, inventaron los Ugalde Carrillo y su comparsa,
creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y sus crímenes. Los hechos están
sobradamente claros.
Mi propósito no es entretener al tribunal con
narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario para la comprensión más exacta
de lo que diré después.
Quiero hacer constar dos cosas importantes para que
se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero: pudimos haber facilitado la
toma del regimiento deteniendo simplemente a todos los altos oficiales en sus
residencias, posibilidad que fue rechazada, por la consideración muy humana de
evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas de las familias. Segundo: se
acordó no tomar ninguna estación de radio hasta tanto no se tuviese asegurado
el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces vista por su gallardía y
grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre. Yo pude haber ocupado,
con sólo diez hombres, una estación de radio y haber lanzado al pueblo a la
lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último discurso de Eduardo
Chibás en la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e himnos
de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor razón cuando se
está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer uso de ellos, a pesar
de lo desesperado de nuestra situación.
Se ha repetido con mucho énfasis por el gobierno que
l pueblo no secundó el movimiento. Nunca había oído una afirmación tan ingenua
y, al propio tiempo, tan llena de mala fe. Pretenden evidenciar con ello la
sumisión y cobardía del pueblo; poco falta para que digan que respalda a la
dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello a los bravos orientales. Santiago
de Cuba creyó que era una lucha entre soldados, y no tuvo conocimiento de lo
que ocurría hasta muchas horas después. ¿Quién duda del valor, el civismo y el
coraje sin límites del rebelde y patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el
Moncada hubiera caído en nuestras manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba
habrían empuñado las armas! ¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes
las enfermeras del Hospital Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo
olvidaremos jamás.
No fue nunca nuestra intención luchar con los
soldados del regimiento, sino apoderarnos por sorpresa del control y de las
armas, llamar al pueblo, reunir después a los militares e invitarlos a
abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la de la libertad, defender
los grandes intereses de la nación y no los mezquinos intereses de un grupito;
virar las armas y disparar contra los enemigos del pueblo, y no contra el
pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto a él, como hermanos
que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que sean; ir unidos en pos
del único ideal hermosos y digno de ofrendarle la vida, que es la grandeza y felicidad
de la patria. A los que dudan que muchos soldados se hubieran sumado a
nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la gloria? ¿Qué alma no se
enciende en un amanecer de libertad?
El cuerpo de la Marina no combatió contra nosotros,
y se hubiera sumado sin duda después. Se sabe que ese sector de las Fuerzas
Armadas es el menos adicto a la tiranía y que existe entre sus miembros un
índice muy elevado de conciencia cívica. Pero en cuanto al resto del Ejército
nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo sublevado? Yo afirmo que no. El
soldado es un hombre de carne y hueso, que piensa, que observa y que siente. Es
susceptible a la influencia de las opiniones, creencias, simpatías y antipatías
del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá que no puede decirla; pero eso no
significa que carezca de opinión.
Le afectan exactamente los mismos problemas que a
los demás ciudadanos conciernen: subsistencia, alquiler, la educación de los
hijos, el porvenir de éstos, etcétera. Cada familiar es un punto de contacto
inevitable entre él y el pueblo y la situación presente y futura de la sociedad
en que vive. Es necio pensar que porque un soldado reciba un sueldo del Estado,
bastante módico, haya resuelto las preocupaciones vitales que le imponen sus
necesidades, deberes y sentimientos como miembro de una familia y de una
colectividad social.
Ha sido necesaria esta breve explicación porque es
el fundamento de un hecho en que muy pocos han pensado hasta el presente: el
soldado siente un profundo respeto por el sentimiento de la mayoría del pueblo.
Durante el régimen de Machado, en la misma medida en que crecía la antipatía
popular, decrecía visiblemente la fidelidad del Ejército, a extremos que un
grupo de mujeres estuvo a punto de sublevar el campamento de Columbia. Pero más
claramente prueba de esto un hecho reciente: mientras el régimen de Grau San
Martín mantenía en el pueblo su máxima popularidad, proliferaron en el
Ejército, alentadas por ex militares sin escrúpulos y civiles ambiciosos,
infinidad de conspiraciones, y ninguna de ellas encontró eco en la masa de los
militares.
El 10 de marzo tiene lugar en el momento en que
había descendido hasta el mínimo el prestigio del gobierno civil, circunstancia
que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no lo hicieron después del 1º
de junio? Sencillamente porque si esperan que la mayoría de la nación expresase
sus sentimientos en las urnas, ninguna conspiración hubiera encontrado eco en
la tropa. Puede hacerse, por tanto, una segunda afirmación: el Ejército jamás
se ha sublevado contra un régimen de mayoría popular. Estas verdades son
históricas, y si Batista se empeña en permanecer a toda costa en el poder
contra la voluntad absolutamente mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico
que el de Gerardo Machado.
Puedo expresar mi concepto en lo que a las Fuerzas
Armadas se refiere, porque hablé de ellas y las defendía cuando todos callaban,
y no lo hice para conspirar ni por interés de ningún género, porque estábamos
en plena normalidad constitucional, sino por meros sentimientos de humanidad y
deber cívico. Era en aquel tiempo el periódico Alerta uno de los más leídos por
la posición que mantenía entonces en la política nacional, y desde sus páginas
realicé una memorable campaña contra el sistema de trabajos forzados a que
estaban sometidos los soldados en las fincas privadas de los altos personajes
civiles y militares, aportando datos, fotografías, películas y pruebas de todas
clases con las que me presenté también ante los tribunales denunciando el hecho
el día 3 de marzo de 1952. Muchas veces dije en esos escritos que era de
elemental justicia aumentarles el sueldo a los hombres que prestaban sus
servicios en las Fuerzas Armadas. Quiero saber de uno más que haya levantado su
voz en aquella ocasión para protestar contra tal injusticia. No fue por cierto
Batista y compañía, que vivía muy bien protegido en su finca de recreo con toda
clase de garantías, mientras yo corría mil riesgos sin guardaespaldas ni armas.
Conforme lo defendí entonces, ahora, cuando todos
callan otra vez, le digo que se dejó engañar miserablemente, y a la mancha, el
engaño y la vergüenza del 10 de marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil
veces más grande, de los crímenes espantosos e injustificables de Santiago de
Cuba. Desde ese momento el uniforme del Ejército está horriblemente salpicado
de sangre, y si en aquella ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los
tribunales que había militares trabajando como esclavos en las fincas privadas,
hoy amargamente digo que hay militares manchados hasta el pelo con la sangre de
muchos jóvenes cubanos torturados y asesinados. Y digo también que si es para
servir a la República, defender a la nación, respetar al pueblo y proteger al
ciudadano, es justo que un soldado gane por lo menos cien pesos; pesos es para
matar y asesinar, para oprimir al pueblo, traicionar la nación y defender los
intereses de un grupito, no merece que la República se gaste ni un centavo en
ejército, y el campamento de Columbia debe convertirse en una escuela e
instalar allí, en vez de soldados, diez mil niños huérfanos.
Como quiero ser justo antes de todo, no puedo
considerar a todos los militares solidarios de esos crímenes, esas manchas y
esas vergüenzas que son obras de unos cuantos traidores y malvados, pero todo
militar de honor y dignidad que ame su carrera y quiera su constitución, está
en el deber de exigir y luchar para que esas manchas sean lavadas, esos engaños
sean vengados y esas culpas sean castigadas si no quieren que ser militar sea
para siempre una infamia en vez de un orgullo.
Claro que el 10 de marzo no tuvo más remedio que
sacar a los soldados de las fincas privadas, pero fue para ponerlos a trabajar
de reporteros, choferes, criados y guardaespaldas de toda la fauna de
politiqueros que integran el partido de la dictadura. Cualquier jerarca de
cuarta o quinta categoría se cree con derecho a que un militar le maneje el
automóvil y le cuida las espaldas, cual si estuviesen temiendo constantemente
un merecido puntapié.
Si existía en realidad un propósito reivindicador,
¿por qué no se les confiscaron todas las fincas y los millones a los que como
Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna esquilmando a los soldados,
haciéndolos trabajar como esclavos y desfalcando los fondos de las Fuerzas
Armadas? Pero no: Genovevo y los demás tendrán soldados cuidándolos en sus
fincas porque en el fondo todos los generales del 10 de marzo están aspirando a
hacer lo mismo y no pueden sentar semejante precedente.
El 10 de marzo fue un engaño miserable, sí...
Batista, después de fracasar por la vía electoral él y su cohorte de
politiqueros malos y desprestigiados, aprovechándose de su descontento, tomaron
de instrumento al Ejército para trepar al poder sobre las espaldas de los
soldados. Y yo sé que hay muchos hombres disgustados por el desengaño: se les
aumentó el sueldo y después con descuentos y rebajas de toda clase se les
volvió a reducir; infinidad de viejos elementos desligados de los institutos
armados volvieron a filas cerrándoles el paso a hombres jóvenes, capacitados y
valiosos; militares de mérito han sido postergados mientras prevalece el más
escandaloso favoritismo con los parientes y allegados de los altos jefes.
Muchos militares decentes se están preguntando a estas horas qué necesidad
tenían las Fuerzas Armadas de cargar con la tremenda responsabilidad histórica
de haber destrozado nuestra Constitución para llevar al poder a un grupo de
hombres sin moral, desprestigiados, corrompidos, aniquilados para siempre
políticamente y que no podían volver a ocupar un cargo público si no era a
punta de bayoneta, bayoneta que no empuñan ellos...
Por otro lado, los militares están padeciendo una
tiranía peor que los civiles. Se les vigila constantemente y ninguno de ellos
tiene la menor seguridad en sus puestos: cualquier sospecha injustificada,
cualquier chisme, cualquier intriga, cualquier confidencia es suficiente para
que los trasladen, los expulsen o los encarcelen deshonrosamente. ¿No les
prohibió Tabernilla en una circular conversar con cualquier ciudadano de la
oposición, es decir, el noventa y nueve por ciento del pueblo?... ¡Qué
desonfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales de Roma se les impuso semejante
regla! Las tan cacareadas casitas para los soldados no pasan de trescientas en
toda la Isla y, sin embargo, con lo gastado en tanques, cañones y armas había
para fabricarle una casa a cada alistado; luego, lo que le importa a Batista no
es proteger al Ejército, sino que el Ejército lo proteja a él; se aumenta su
poder de opresión y de muerte, pero esto no es mejorar el bienestar de los hombres.
Guardias triples, acuartelamiento constante, zozobra perenne, enemistad de la
ciudadanía, incertidumbre del porvenir, eso es lo que se le ha dado al soldado,
o lo que es lo mismo: "Muere por el régimen, soldado, dale tu sudor y tu
sangre, te dedicaremos un discurso y un ascenso póstumo (cuando ya no te
importe), y después... seguiremos viviendo bien y haciéndonos ricos; mata,
atropella, oprime al pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto se acabe, tú
pagarás nuestros crímenes y nosotros nos iremos a vivir como príncipes en el
extranjero; y si volvemos algún día, no toques, no toques tú ni tus hijos en la
puerta de nuestros palacetes, porque seremos millonarios y los millonarios no
conocen a los pobres. Mata, soldado, oprime al pueblo, contra ese pueblo que
iba a librarlos a ellos inclusive de la tiranía, la victoria hubiera sido del
pueblo.
El señor fiscal estaba muy interesado en conocer
nuestras posibilidades de éxito. Esas posibilidades se basaban en razones de
orden técnico y militar y de orden social. Se ha querido establecer el mito de
las armas modernas como supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y
frontal del pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones
aparatosas de equipos bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en
la ciudadanía un complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza
es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los
ejemplos históricos a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados y
presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los
mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos
del ejército regular. Pero los cubanos, por suerte, no tenemos que buscar
ejemplos en otro país, porque ninguno tan elocuente y hermoso como el de
nuestra propia patria.
Durante la guerra del 95 había en Cuba cerca de
medio millón de soldados españoles sobre las armas, cantidad infinitamente
superior a la que podía oponer la dictadura frente a una población cinco veces
mayor. Las armas del ejército español eran sin comparación más modernas y
poderosas que las de los mambises; estaba equipado muchas veces con artillería
de campaña, y su infantería usaba el fusil de retrocarga similar al que usa
todavía la infantería moderna. Los cubanos no disponían por lo general de otra
arma que los machetes, porque sus cartucheras estaban casi siempre vacías. Hay
un pasaje inolvidable de nuestra guerra de independencia narrado por el general
Miró Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado
en esta notica para no abusar de la memoria.
"La gente bisoña que mandaba Pedro Delgado, en
su mayor parte provista solamente de machete, fue diezmada al echarse encima de
los sólidos españoles, de tal manera, que no es exagerado afirmar que de
cincuenta hombres, cayeron la mitad. Atacaron a los españoles con los puños
¡sin pistola, sin machete y si cuchillo! Escudriñando las malezas de Río Hondo,
se encontraron quince muertos más del partido cubano, sin que de momento
pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún vestigio de
haber empuñado el arma: el vestuario estaba completo, y pendiente de la cintura
no tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de allí, el caballo exánime, con
el equipo intacto. Se reconstruyó el pasaje culminante de la tragedia: esos
hombres, siguiendo a su esforzado jefe, el teniente coronel Pedro Delgado,
habían obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron sobre las bayonetas con las
manos solas: el ruido del metal, que sonaba en torno a ellos, era el golpe del
vaso de beber al dar contra el muñón de la montura. Maceo se sintió conmovido,
él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas las posiciones y aspectos, y
murmuró este panegírico: "Yo nunca había visto eso; gente novicia que
ataca inerme a los españoles ¡con el vaso de beber agua por todo utensilio! ¡Y
yo le daba el nombre de impedimenta!"..."¡Así luchan los pueblos
cuando quieren conquistar su libertad: les tiran piedras a los aviones y viran
los tanques boca arriba!
Una vez en poder nuestro la ciudad de Santiago de
Cuba, hubiéramos puesto a los orientales inmediatamente en pie de guerra. A
Bayamo se atacó precisamente para situar nuestras avanzadas junto al río Cauto.
No se olvide nunca que esta provincia que hoy tiene millón y medio de
habitantes, es sin duda la más guerrera y patriótica de Cuba; fue ella la que
mantuvo encendida la lucha por la independencia durante treinta años y le dio
el mayor tributo de sangre, sacrificio y heroísmo. En Oriente se respira todavía
el aire de la epopeya gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan como
clarines que tocan diana llamando a los soldados y el sol se eleva radiante
sobre las empinadas montañas, cada día parece que va a ser otra vez el de Yara
o el de Baire.
Dije que las segundas razones en que se basaba
nuestra posibilidad de éxito eran de orden social. ¿Por qué teníamos la
seguridad de contar con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no entendemos por
tal a los sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene
bien cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo,
postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra el suelo.
Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la
que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una
patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias digna y más
justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido
la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y
sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para
lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea
suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre.
La primera
condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito, es hacer
precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y sin
miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de
estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los
revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus
principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni
enemigos.
Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los
seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan
honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los
quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que
trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos
la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia
debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los
cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están
desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las
infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos
del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya
vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil
agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya,
contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para
morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como
siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni
mejorarla, ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día
que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a
los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios
al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se
les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas,
arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros
y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,
veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores,
escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha
y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas
todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica.
¡Ése es el
pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas,
no le íbamos a decir: "Te vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes,
lucha ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la
felicidad!"
En el sumario de esta causa han de constar las cinco
leyes revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el
cuartel Moncada y divulgadas por radio a la nación. Es posible que el coronel
Chaviano haya destruido con toda intención esos documentos, pero si él los
destruyó, yo los conservo en la memoria.
La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo la
soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema
del Estado, en tanto el pueblo decidiese modificarla o cambiarla, y a los
efectos de su implantación y castigo ejemplar a todos los que la habían
traicionado, no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el
movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, única
fuente de poder legislativo, asumía todas las facultades que le son inherentes
a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar y facultad de juzgar.
Esta actitud no podía ser más diáfana y despojada de
chocherías y charlatanismos estériles: u gobierno aclamado por la masa de
combatientes, recibiría todas las atribuciones necesarias para proceder a la
implantación efectiva de la voluntad popular y de la verdadera justicia. A
partir de ese instante, el Poder Judicial, que se ha colocado desde el 10 de
marzo frente a al Constitución y fuera de la Constitución, recesaría como tal
Poder y se procedería a su inmediata y total depuración, antes de asumir
nuevamente las facultades que le concede la Ley Suprema de la República. Sin
estas medidas previas, la vuelta a la legalidad, poniendo su custodia en manos
que claudicaron deshonrosamente, sería una estafa, un engaño y una traición
más.
La segunda ley revolucionaria concedía la propiedad
inembargable e ins transferible de la tierra a todos los colonos, sub colonos,
arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos
caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus anteriores propietarios a
base de la renta que devengarían por dichas parcelas en un promedio de diez
años.
La tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros
y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en
todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo
centrales azucareros. Se exceptuaban las empresas meramente agrícolas en
consideración a otras leyes de orden agrario que debían implantarse.
La cuarta ley revolucionaria concedía a todos los
colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del
rendimiento de la caña y cuota mínima de cuarenta mil arrobas a todos los
pequeños colonos que llevasen tres o más años de establecidos.
La quinta ley revolucionaria ordenaba la
confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los
gobiernos y a sus causahabientes y herededor en cuanto a bienes percibidos por
testamento o abintestato de procedencia mal habida, mediante tribunales
especiales con facultades plenas de acceso a todas las fuentes de
investigación, de intervenir a tales efectos las compañías anónimas inscriptas
en el país o que operen en él donde puedan ocultarse bienes malversados y de
solicitar de los gobiernos extranjeros extradición de personas y embargo de
bienes. La mitad de los bienes recobrados pasarían a engrosar las cajas de los
retiros obreros y la otra mitad a los hospitales, asilos y casas de
beneficencia.
Se declaraba, además, que la política cubana en
América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del
continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías que
oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí, no como
hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso, hermandad y pan. Cuba
debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo.
Estas leyes serían proclamadas en el acto y a ellas
seguirían, una vez terminada la contienda y previo estudio minucioso de su
contenido y alcance, otra serie de leyes y medidas también fundamentales como
la reforma agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización
del trust eléctrico y el trust telefónico, devolución al pueblo del exceso
ilegal que han estado cobrando en sus tarifas y pago al fisco de todas las
cantidades que han burlado a la hacienda pública.
Todas estas pragmáticas y otras estarían inspiradas
en el cumplimiento estricto de dos artículos esenciales de nuestra
Constitución, uno de los cuales manda que se proscriba el latifundio y, a los
efectos de su desaparición, la ley señale el máximo de extensión de tierra que
cada persona o entidad pueda poseer para cada tipo de explotación agrícola,
adoptando medidas que tiendan a revertir la tierra al cubano; y el otro ordena
categóricamente al Estado emplear todos los medios que estén a su alcance para
proporcionar ocupación a todo el que carezca de ella y asegurar a cada
trabajador manual o intelectual una existencia decorosa. Ninguna de ellas podrá
ser tachada por tanto de inconstitucional. El primer gobierno de elección
popular que surgiere inmediatamente después, tendría que respetarlas, no sólo
porque tuviese un compromiso moral con la nación, sino porque los pueblos
cuando alcanzan las conquistas que han estado anhelando durante varias generaciones,
no hay fuerza en el mundo capaz de arrebatárselas.
El problema de la tierra, el problema de la
industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el
problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados
los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros
esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia
política.
Quizás luzca fría y teórica esta exposición, si no
se conoce la espantosa tragedia que está viviendo el país en estos seis
órdenes, sumada a la más humillante opresión política.
El ochenta y cinco por ciento de los pequeños
agricultores cubanos está pagando renta y vive bajo la perenne amenaza del
desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las mejores tierras de producción
cultivadas está en manos extranjeras. En Oriente, que es la provincia más
ancha, las tierras de la United Fruit Company y la West Indies unen la costa
norte con la costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas que no tienen
una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus hambrientos hijos y, en
cambio, permanecen sin cultivar, en manos de poderosos intereses, cerca de
trescientas mil caballerías de tierras productivas. Si Cuba es un país
eminentemente agrícola, si su población es en gran parte campesina, si la
ciudad depende del campo, si el campo hizo la independencia, si la grandeza y
prosperidad de nuestra nación depende de un campesinado saludable y vigoroso
que ame y sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo proteja y lo oriente,
¿cómo es posible que continúe este estado de cosas?
Salvo unas cuantas industrias alimenticias,
madereras y textiles, Cuba sigue siendo una factoría productora de materia
prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para
importar zapatos,se exporta hierro para importar arados... Todo el mundo está
de acuerdo en que la necesidad de industrializar el país es urgente, que hacen
falta industrias químicas, que hay que mejorar las crías, los cultivos, la
técnica y elaboración de nuestras industrias alimenticias para que puedan
resistir la competencia ruinosa que hacen las industrias europeas de queso,
leche condensada, licores y aceites y las de conservas norteamericanas, que
necesitamos barcos mercantes, que el turismo podría ser una enorme fuente de
riquezas; pero los poseedores del capital exigen que los obreros pasen bajo las
horcas caudinas, el Estado se cruza de brazos y la industrialización espera por
las calendas griegas.
Tan grave o peor es la tragedia de la vivienda. Hay
en Cuba doscientos mil bohíos y chozas; cuatrocientas mil familias del campo y
de la ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías y solares sin las más
elementales condiciones de higiene y salud; dos millones doscientas mil
personas de nuestra población urbana pagan alquileres que absorben entre un
quinto y un tercio de sus ingresos; y dos millones ochocientas mil de nuestra
población rural y suburbana carecen de luz eléctrica. Aquí ocurre lo mismo: si
el Estado se propone rebajar los alquileres, los propietarios amenazan con
paralizar todas las construcciones; si el Estado se abstiene, construyen
mientras pueden percibir un tipo elevado de renta, después no colocan una
piedra más aunque el resto de la población viva a la intemperie. Otro tanto
hace el monopolio eléctrico: extiende las líneas hasta el punto donde pueda
percibir una utilidad satisfactoria, a partir de allí no le importa que las
personas vivan en las tinieblas por el resto de sus días. El Estado se cruza de
brazos y el pueblo sigue sin casas y sin luz.
Nuestro sistema de enseñanza se complementa
perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un campo donde el guajiro no es dueño
de la tierra para qué se quieren escuelas agrícolas? ¿En una ciudad donde no
hay industrias para qué se quieren escuelas técnicas o industriales? Todo está
dentro de la misma lógica absurda: no hay ni una cosa ni otra. En cualquier
pequeño país de Europa existen más de doscientas escuelas técnicas y de artes
industriales; en Cuba, no pasan de seis y los muchachos salen con sus títulos
sin tener dónde emplearse. A las escuelitas públicas del campo asisten
descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad
escolar y muchas veces el maestro quien tiene que adquirir con su propio sueldo
el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande?
De tanta miseria sólo es posible liberarse con la
muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los
niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra
por las uñas de los pies descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del
secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente
indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de
niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los
estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la
muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo
humano y que no caiga sobre los hombres la maldición de Dios. Y cuando un padre
de familia trabaja cuatro meses la año, ¿con qué puede comprar ropas y
medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una
pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin
de miseria y decepción. El acceso a los hospitales del Estado, siempre
repletos, sólo es posible mediante la recomendación de un magnate político que
le exigirá al desdichado su voto y el de toda su familia para que Cuba siga
siempre igual o peor.
Con tales antecedentes, ¿cómo no explicarse que
desde el mes de mayo al de diciembre un millón de personas se encuentren sin
trabajo y que Cuba, con una población de cinco millones y medio de habitantes,
tenga actualmente más desocupados que Francia e Italia con una población de más
de cuarenta millones cada una?
Cuando vosotros juzgáis a un acusado por robo,
señores magistrados, no le preguntáis cuánto tiempo lleva sin trabajo, cuántos
hijos tiene, qué días de la semana comió y qué días no comió, no os preocupáis
en absoluto por las condiciones sociales del medio donde vive: lo enviáis a la
cárcel sin más contemplaciones. Allí no van los ricos que queman almacenes y
tiendas para cobrar las pólizas de seguro, aunque se quemen también algunos seres
humanos, porque tienen dinero de sobra para pagar abogados y sobornar
magistrados. Enviáis a la cárcel al infeliz que roba por hambre, pero ninguno
de los cientos de ladrones que han robado millones al Estado durmió nunca una
noche tras las rejas: cenáis con ellos a fin de año en algún lugar
aristocrático y tienen vuestro respeto.
En Cuba, cuando un funcionario se hace millonario de
la noche a la mañana y entra en la cofradía de los ricos, puede ser recibido
con las mismas palabras de aquel opulento personaje de Balzac, Taillefer,
cuando brindó por el joven que acababa de heredar una inmensa fortuna:
"¡Señores, bebamos al poder del oro! El señor Valentín, seis veces
millonario, actualmente acaba de ascender al trono. Es rey, lo puede todo, está
por encima de todo, como sucede a todos los ricos. En lo sucesivo la igualdad
ante la ley, consignada al frente de la Constitución, será un mito para él, no
estará sometido a las leyes, sino que las leyes se le someterá. Para los
millonarios no existen tribunales ni sanciones."
El porvenir de la nación y la solución de sus
problemas no pueden seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de
financieros, de los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en sus despachos
de aire acondicionado diez o doce magnates. El país no puede seguir de rodillas
implorando los milagros de unos cuantos becerros de oro que, como aquél del
Antiguo Testamento que derribó la ira del profeta, no hacen milagros de ninguna
clase. Los problemas de la República sólo tienen solución si nos dedicamos a
luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron
nuestros libertadores en crearla. Y no es con estadistas al estilo de Carlos
Saladrigas, cuyo estadismo consiste en dejarlo todo tal cual está y pasarse la
vida farfullando sandeces sobre la "libertad absoluta de empresa",
"garantías al capital de inversión" y la "ley de la oferta y la
demanda", como habrán de resolverse tales problemas.
En un palacete de la Quinta Avenida, estos ministros
pueden charlar alegremente hasta que no quede ya ni el polvo de los huesos de
los que hoy reclaman soluciones urgentes. Y en el mundo actual ningún problema
social se resuelve por generación espontánea.
Un gobierno revolucionario con el respaldo del
pueblo y el respeto de la nación después de limpiar las instituciones de
funcionarios venales y corrompidos, procedería inmediatamente a industrializar
el país, movilizando todo el capital inactivo que pasa actualmente de mil
quinientos millones a través del Banco Nacional y el Banco de Fomento Agrícola
e Industrial y sometiendo la magna tarea al estudio, dirección, planificación y
realización por técnicos y hombres de absoluta competencia, ajenos por completo
a los manejos de la política.
Un gobierno revolucionario, después de asentar sobre
sus parcelas con carácter de dueños a los cien mil agricultores pequeños que
hoy pagan rentas, procedería a concluir definitivamente el problema de la
tierra, primero: estableciendo como ordena la Constitución un máximo de
extensión para cada tipo de empresa agrícola y adquiriendo el exceso por vía de
expropiación, reivindicando las tierras usurpadas al Estado, desecando marismas
y terrenos pantanosos, plantando enormes viveros y reservando zonas para la
repoblación forestal; segundo: repartiendo el resto disponible entre familias
campesinas con preferencia a las más numerosas, fomentando cooperativas de
agricultores para la utilización común de equipos de mucho costo, frigoríficos
y una misma dirección profesional técnica en el cultivo y la crianza y facilitando,
por último, recursos, equipos, protección y conocimientos útiles al
campesinado.
Un gobierno revolucionario resolvería el problema de
la vivienda rebajando resueltamente el cincuenta por ciento de los alquileres,
eximiendo de toda contribución a las casas habitadas por sus propios dueños,
triplicando los impuestos sobre las casas alquiladas, demoliendo las infernales
cuarterías para levantar en su lugar edificios modernos de muchas plantas y
financiando la construcción de viviendas en toda la Isla en escala nunca vista,
bajo el criterio de que si lo ideal en el campo es que cada familia posea su
propia parcela, lo ideal en la ciudad es que cada familia viva en su propia
casa o apartamento. Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada
familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los
milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema estará igual. Por
otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica hasta el último
rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la
aplicación de la energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará
enormemente su costo de producción.
Con estas tres iniciativas y reformas el problema
del desempleo desaparecería automáticamente y la profilaxis y al lucha contra
las enfermedades sería tarea mucho más fácil.
Finalmente, un gobierno revolucionario procedería a
la reforma integral de nuestra enseñanza, poniéndola a tono con las iniciativas
anteriores, para preparar debidamente a las generaciones que están llamadas a
vivir en una patria más feliz. No se olviden las palabras del Apóstol: "Se
está cometiendo en [...] América Latina un error gravísimo: en pueblos que
viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente
para la vida urbana y no se les prepara para la vida campesina." "El
pueblo más feliz es el que tenga mejor educados a sus hijos, en la instrucción
del pensamiento y en la dirección de los sentimientos." "Un pueblo
instruido será siempre fuerte y libre."
Pero el alma de la enseñanza es el maestro, y a los
educadores en Cuba se les paga miserablemente; no hay, sin embargo, ser más
enamorado de su vocación que el maestro cubano. ¿Quién no aprendió sus primeras
letras en una escuelita pública? Basta ya de estar pagando con limosnas a los
hombres y mujeres que tienen en sus manos la misión más sagrada del mundo de
hoy y del mañana, que es enseñar. Ningún maestro debe ganar menos de doscientos
pesos, como ningún profesor de segunda enseñanza debe ganar menos de
trescientos cincuenta, si queremos que se dediquen enteramente a su elevada
misión, si tener que vivir asediados por toda clase de mezquinas privaciones.
Debe concedérseles además a los maestros que
desempeñan su función en el campo, el uso gratuito de los medios de transporte;
y a todos, cada cinco años por lo menos, un receso en sus tareas de seis meses
con sueldo, para que puedan asistir a cursos especiales en el país o en el
extranjero, poniéndose al día en los últimos conocimientos pedagógicos y
mejorando constantemente sus programas y sistemas. ¿De dónde sacar el dinero
necesario? Cuando no se lo roben, cuando no haya funcionarios venales que se
dejen sobornar por las grandes empresas con detrimento del fisco, cuando los
inmensos recursos de la nación estén movilizados y se dejen de comprar tanques,
bombarderos y cañones en este país sin fronteras, sólo para guerrear contra el
pueblo, y se le quiera educar en vez de matar, entonces habrá dinero de sobra.
Cuba podría albergar espléndidamente una población
tres veces mayor; no hay razón, pues, para que exista miseria entre sus
actuales habitantes. Los mercados debieran estar abarrotados de productos; las
despensas de las casas debieran estar llenas; todos los brazos podrían estar
produciendo laboriosamente. No, eso no es inconcebible. Lo inconcebible es que
haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra
sin sembrar; lo inconcebible es que haya niños que mueran sin asistencia
médica, lo inconcebible es que el treinta por ciento de nuestros campesinos no
sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento no sepa de historia de Cuba; lo
inconcebible es que la mayoría de las familias de nuestros campos estén
viviendo en peores condiciones que los indios que encontró Colón al descubrir
la tierra más hermosa que ojos humanos vieron.
A los que me llaman por esto soñador, les digo como
Martí: "El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué
lado está el deber; y ése es [...] el único hombre práctico cuyo sueño de hoy
será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas
universales y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la
artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del
lado del deber."
Únicamente inspirados en tan elevados propósitos, es
posible concebir el heroísmo de los que cayeron en Santiago de Cuba. Los
escasos medios materiales con que hubimos de contar, impidieron el éxito
seguro. A los soldados les dijeron que Prío nos había dado un millón de pesos;
querían desvirtuar el hecho más grave para ellos: que nuestro movimiento no
tenía relación alguna con el pasado, que era una nueva generación cubana con
sus propias ideas, la que se erguía contra la tiranía, de jóvenes que no tenían
apenas siete años cuando Batista comenzó a cometer sus primeros crímenes en el
año 34
La mentira
del millón no podía ser más absurda: si con menos de veinte mil pesos armamos
cientos sesenta y cinco hombres y atacamos un regimiento y un escuadrón, con un
millón de pesos hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar cincuenta
regimientos, cincuenta escuadrones, y Ugalde Carrillo no se habría enterado
hasta el domingo 26 de julio a las 5_15 de la mañana. Sépase que por cada uno
que vino a combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no
vinieron porque no había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La
Habana con la manifestación estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban
seis cuadras en masa compacta. Doscientos más que hubieran podido venir o
veinte granadas de mano en nuestro poder, y tal vez le habríamos ahorrado a
este honorable tribunal tantas molestias.
Los políticos se gastan en sus campañas millones de
pesos sobornando conciencias, y un puñado de cubanos que quisieron salvar el
honor de la patria tuvo que venir a afrontar la muerte con las manos vacías por
falta de recursos. Eso explica que al país lo hayan gobernado hasta ahora, no
hombres generosos y abnegados, sino el bajo mundo de la politiquería, el hampa
de nuestra vida pública.
Con mayor orgullo que nunca digo que consecuentes
con nuestros principios, ningún político de ayer nos vi tocar a sus puertas
pidiendo un centavo, que nuestros medios se reunieron con ejemplos de
sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio Sosa, que
vendió su empleo y se me presentó un día con trescientos pesos "para la
causa"; Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su estudio
fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo
de muchos meses y fue preciso prohibirle que vendería también los muebles de su
casa; Oscar Alcalde, que vendió su laboratorio de productos farmacéuticos;
Jesús Montané, que entregó el dinero que había ahorrado durante más de cinco
años; y así por el estilo muchos más, despojándose cada cual de lo poco que
tenía.
Hace falta tener una fe muy grande en su patria para
proceder así, y estos recuerdos de idealismo me llevaron directamente al más
amargo capítulo de esta defensa: el precio que les hizo pagar la tiranía por
querer librar a Cuba de la opresión y la injusticia.
¡Cadáveres amados los que un día
Ensueños fuisteis de la patria mía,
Arrojad, arrojad sobre mi frente
Polvo de vuestros huesos carcomidos!
¡Tocad mi corazón con vuestras manos!
¡Gemid a mis oídos!
¡Cada uno ha de ser de mis gemidos
Lágrimas de uno más de los tiranos!
¡Andad a mi rencor; vagad en tanto
Que mi ser vuestro espíritu recibe
Y dadme de las tumbas el espanto,
Que es poco ya para llorar el llanto
Cuando en infame esclavitud se vive!
Multiplicad por diez el crimen del 27 de noviembre
de 1871 y tendréis los crímenes monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29
de julio de 1953 en Oriente. Los hechos están recientes todavía, pero cuando
los años pasen y el cielo de la patria se despeje, cuando los ánimos exaltados
se aquieten y el miedo no turbe los espíritus, se empezará a ver en toda su
espantosa realidad la magnitud de la masacre, y las generaciones venideras
volverán aterrorizadas los ojos hacia este acto de barbarie sin precedentes en
nuestra historia. Pero no quiero que la ira me ciegue, porque necesito toda la
claridad de mi mente y la serenidad del corazón destrozado para exponer los
hechos tal como ocurrieron, con toda sencillez, antes que exagerar el
dramatismo, porque siento vergüenza, como cubano, que unos hombres sin
entrañas, con sus crímenes incalificables, hayan deshonrado nuestra patria ante
el mundo.
No fue nunca el tirano Batista un hombre de
escrúpulos que vacilara antes de decir al pueblo la más fantástica mentira.
Cuando quiso justificar el traidor cuartelazo del 10 de marzo, inventó un
supuesto golpe militar que habría de ocurrir en el mes de abril y que "él
quiso evitar para que no fuera sumida en sangre la república", historieta
ridícula que no creyó nadie; y cuando quiso sumir en sangre la república y
ahogar en el terror, la tortura y el crimen la justa rebeldía de una juventud
que no quiso ser esclava suya, inventó entonces mentiras más fantásticas
todavía. ¡
Qué poco respeto se le tiene a un pueblo, cuando se
le trata de engañar tan miserablemente! El mismo día que fui detenido, yo asumí
públicamente la responsabilidad del movimiento armado del 26 de julio, y si una
sola de las cosas que dijo el dictador contra nuestros combatientes en su
discurso del 27 de julio hubiese sido cierta, bastaría para haberme quitado la
fuerza moral en el proceso. Sin embargo, ¿por qué no se me llevó al juicio?
¿Por qué falsificaron certificados médicos? ¿Por qué se violaron todas las
leyes del procedimiento y se descartaron escandalosamente todas las órdenes del
tribunal? ¿Por qué se hicieron cosas nunca vistas en ningún proceso público a
fin de evitar a toda costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo indecible por
estar presente, reclamando del tribunal que se me llevase al juicio en
cumplimiento estricto de las leyes, denunciando las maniobras estricto de las
leyes, denunciando para impedirlo; quería discutir con ellos frente a frente y
cara a cara. Ellos no quisieron: ¿Quién temía la verdad y quién no la temía?
Las cosas que afirmó el dictador desde el polígono
del campamento de Columbia, serían dignas de risa si no estuviesen tan
empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran un grupo de mercenarios entre
los cuales había numerosos extranjeros; dijo que la parte principal del plan
era un atentado contra él —él, siempre él—, como si los hombres que atacaron el
baluarte del Moncada no hubieran podido matarlo a él y a veinte como él, de
haber estado conformes con semejantes métodos; dijo que el ataque había sido
fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo, y se ha comprobado ya
hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda relación entre este movimiento y
el régimen pasado; dijo que estábamos armados de ametralladoras y granadas de
mano, y aquí los técnicos del Ejército han declarado que sólo teníamos una
ametralladora degollado a la posta, y ahí han aparecido en el sumario los
certificados de defunción y los certificados médicos correspondientes a todos
los soldados muertos o heridos, de donde resulta que ninguno presentaba
lesiones de arma blanca.
Pero sobre todo, lo más importante, dijo que
habíamos acuchillado a los enfermos del Hospital Militar, y los médicos de ese
mismo hospital, ¡nada menos que los médicos del Ejército!, han declarado en el
juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros, que ningún enfermo
fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja, correspondiente a un
empleado sanitario que se asomó imprudentemente por una ventana.
Cuando un jefe de Estado o quien pretende serlo hace
declaraciones al país, no habla por hablar: alberga siempre algún propósito,
persigue siempre un efecto, lo anima siempre una intención. Si ya nosotros
habíamos sido militarmente vencidos, si ya no significábamos un peligro real
para la dictadura, ¿por qué se nos calumniaba de ese modo? Si no está claro que
era un discurso sangriento, si no es evidente que se pretendía justificar los
crímenes que se estaban cometiendo desde la noche anterior y que se irían a
cometer después, que hablen por mí los números: el 27 de julio, en su discurso
desde el polígono militar, Batista dijo que los atacantes habíamos tenido
treinta y dos muertos; al finalizar la semana los muertos ascendían a más de
ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en qué combates murieron esos
jóvenes? Antes de hablar Batista se habían asesinado más de veinticinco
prisioneros; después que habló Batista se asesinaron cincuenta.
¡Qué sentido del honor tan grande el de esos
militares modestos, técnicos y profesionales del Ejército, que al comparecer
ante el tribunal no desfiguraron los hechos y emitieron sus informes
ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son militares que honran el
uniforme, ésos sí son hombres! Ni el militar verdadero ni el verdadero hombre
es capaz fe manchar su vida con la mentira o el crimen. Yo sé que están
terriblemente indignados con los bárbaros asesinatos que se cometieron, yo sé
que sienten con repugnancia y vergüenza el olor a sangre homicida que impregna
hasta la última piedra del cuartel Moncada.
Emplazo al dictador a que repita ahora, si puede,
sus ruines calumnias por encima del testimonio de esos honorables militares, lo
emplazo a que justifique ante el pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio,
¡que no se calle, que hable!, que digan quiénes son los asesinos, los
despiadados, los inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a ponerles en
el pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes repugnantes
que se cometieron; que asuma desde ahora la responsabilidad ante la historia y
no pretenda decir después que fueron los soldados sin órdenes suyas, que
explique a la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La nación
necesita una explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige.
Se sabía que en 1933, al finalizar el combate del
hotel Nacional, algunos oficiales fueron asesinados después de rendirse, lo
cual motivó una enérgica protesta de la revista Bohemia; se sabía también que
después de capitulado el fuerte de Atarés las ametralladoras de los sitiadores
barrieron una fila de prisioneros y que un soldado, preguntando quién era Blas
Hernández, lo asesinó disparándole un tiro en pleno rostro, soldado que en
premio de su cobarde acción fue ascendido a oficial. Era conocido que el
asesinato de prisioneros está fatalmente unido en la historia de Cuba al nombre
de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que no lo comprendimos claramente! Sin
embargo, en aquellas ocasiones los hechos ocurrieron en cuestión de minutos, no
más que lo de una ráfaga de ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía
exaltados, aunque nunca tendrá justificación semejante proceder.
No fue así en Santiago de Cuba. Aquí todas las
formas de crueldad, ensañamiento y barbarie fueron sobrepasadas. No se mató
durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa,
los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron
un instante como instrumentos de exterminio manejados por artesanos perfectos
del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de
muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales
de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre; en las paredes las balas
quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos,
chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura
y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían
escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la
inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza."
No cubrieron ni siquiera las apariencias, no se
preocuparon lo más mínimo por disimular lo que estaban haciendo: creían haber
engañado al pueblo con sus mentiras y ellos mismos terminaron engañándose. Se
sintieron amos y señores del universo, dueños absolutos de la vida y la muerte
humana. Así, el susto de la madrugada lo disiparon en un festín de cadáveres,
en una verdadera borrachera de sangre.
Las crónicas de nuestra historia, que arrancan
cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan muchos hechos de crueldad, desde las
matanzas de indios indefensos, las atrocidades de los piratas que asolaban las
costas, las barbaridades de los guerrilleros en la lucha de la independencia,
los fusilamientos de prisioneros cubanos por el ejército de Weyler, los
horrores del machadato, hasta los crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se
escribió una página sangrienta tan triste y sombría, por el número de víctimas
y por la crueldad de sus victimarios, como en Santiago de Cuba. Sólo un hombre
en todos esos siglos ha manchado de sangre dos épocas distintas de nuestra
existencia histórica y ha clavado sus garras en la carne de dos generaciones de
cubanos. Y para derramar este río de sangre sin precedentes esperó que
estuviésemos en el Centenario del Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años
la república que tantas vidas costó para la libertad, porque pesa sobre un
hombre que había gobernado ya como amo durante once largos años este pueblo que
por tradición y sentimiento ama la libertad y repudie el crimen con toda su
alma, un hombre que no ha sido, además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni
caballero un solo minuto de su vida pública.
No fue suficiente la traición de enero de 1934, los
crímenes de marzo de 1935, y los cuarenta millones de fortuna que coronaron la
primera etapa; era necesaria la traición de marzo de 1952, los crímenes de
julio de 1953 y los millones que sólo el tiempo dirá. Dante dividió su infierno
en nueve círculos: puso en el séptimo a los criminales, puso en el octavo a los
ladrones y puso en el noveno a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los
demonios para buscar un sitio adecuado al alma de este hombre... si este hombre
tuviera alma! Quien alentó los hechos atroces de Santiago de Cuba, no tiene
entrañas siquiera. Conozco muchos detalles de la forma en que se realizaron
esos crímenes por boca de algunos militares que,. llenos de vergüenza, me
refirieron las escenas de que habían sido testigos.
Terminado el combate se lanzaron como fieras
enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la población indefensa
saciaron las primeras iras. En plena calle y muy lejos del lugar donde fue la
lucha le atravesaron el pecho de un balazo a un niño inocente que jugaba junto
a la puerta de su casa, y cuando el padre se acercó para recogerlo, le
atravesaron la frente con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su
casa con un cartucho de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra.
Sería interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron contra
la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que no habían
participado en la acción, ya puede suponerse la horrible suerte que corrieron
los prisioneros participantes o que ellos creían que habían participado: porque
así como en esta causa involucraron a muchas personas ajenas por completo a los
hechos, así también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían
nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras de víctimas
que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a los hombres nuestros.
Algún día se sabrá el número total de inmolados.
El primer prisionero asesinado fue nuestro médico,
el doctor Mario Muñoz, que no llevaba armas ni uniforme y vestía su bata de
galeno, un hombre generoso y competente que hubiera atendido con la misma
devoción tanto al adversario como al amigo herido. En el camino del Hospital
Civil al cuartel le dieron un tiro por la espalda y allí lo dejaron tendido
boca abajo en un charco de sangre. Pero la matanza en masa de prisioneros no
comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde. Hasta esa hora esperaron órdenes.
Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo, quien trajo
instrucciones concretas salidas de una reunión donde se encontraban Batista, el
jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y oros. Dijo que
"era una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el
combate tres veces más bajas que los atacantes y que había que matar diez
prisioneros por cada soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!.
En todo grupo humano hay hombres que bajos
instintos, criminales natos, bestias portadoras de todos los atavismos
ancestrales revestidas de forma humana, monstruos refrenados por la disciplina
y el hábito social, pero que si se les da a beber sangre en un río no cesarán
hasta que los haya secado. Lo que estos hombres necesitan precisamente era esa
orden. En sus manos precio lo mejor de Cuba: lo más valiente, lo más honrado,
lo más idealista. El tirano los llamó mercenarios, y allí estaban ellos
muriendo como héroes en manos de hombres que cobran un sueldo de la República y
que con las armas que ella les entregó para que la defendieran sirven los
intereses de una pandilla y asesinan a los mejores ciudadanos.
En medio de las torturas les ofrecían la vida si
traicionando su posición ideológica se prestaban a declarar falsamente que Prío
les había dado el dinero, y como ellos rechazaban indignados la proposición,
continuaban torturándolos horriblemente. Les trituraron los testículos y les
arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó, ni se oyó un lamento ni una
súplica: aun cuando los habían privado de sus órganos viriles, seguían siendo
mil veces más hombres que todos sus verdugos juntos. Las fotografías no mientan
y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron otros medios; no podían con el
valor de los hombres y probaron el valor de las mujeres. Con un ojo humano
ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el
calabozo donde se encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée
Santamaría, y dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le dijeron:
"Este es de tu hermano, si tú no dices lo que
no quiso decir, le arrancaremos el otro." Ella, que quería a su valiente
hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: "Si
ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más
tarde volvieron y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que
por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée
Santamaría: "Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también." Y
ella les contestó imperturbable otra vez: "Él no está muerto, porque morir
por la patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar tan alto de heroísmo
y dignidad el nombre de la mujer cubana.
No respetaron ni siquiera a los heridos en el
combate que estaban recluidos en distintos hospitales de la ciudad, adonde los
fueron a buscar como buitres que siguen la presa. En el Centro Gallego
penetraron hasta el salón de operaciones en el instante mismo que recibían
transfusión de sangre dos heridos graves; los arrancaron de las mesas y como no
podían estar en pie, los llevaron arrastrando hasta la planta baja donde
llegaron cadáveres.
No pudieron hacer lo mismo en la Colonia Española,
donde estaban recluidos los compañeros Gustavo Arcos y José Ponce, porque se
los impidió valientemente el doctor Posada diciéndoles que tendrían que pasar
sobre su cadáver.
A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador les
inyectaron aire y alcanfor en las venas para matarlos en el Hospital Militar.
Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico del Ejército y verdadero militar de
honor, que a punta de pistola se los arrebató a los verdugos y los trasladó al
Hospital Civil. Estos cinco jóvenes fueron los únicos heridos que pudieron
sobrevivir.
Por las madrugadas eran sacados del campamento
grupos de hombres y trasladados en automóviles a Siboney, La Maya, Songo y
otros lugares, donde se les bajaba atados y amordazados, ya deformados por las
torturas, para matarlos en parajes solitarios. Después los hacían constar como
muertos en combate con el Ejército. Esto lo hicieron durante varios días y muy
pocos prisioneros de los que iban siendo detenidos sobrevivieron. A muchos los
obligaron antes a cavar su propia sepultura. Uno de los jóvenes, cuando
realizaba aquella operación, se volvió y marcó en el rostro con la pica a uno
de los asesinos. A otros, inclusive, los enterraron vivos con las manos atadas
a la espalda. Muchos lugares solitarios sirven de cementerio a los valientes.
Solamente en el campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados. Algún día
serán desenterrados y llevados en hombros del pueblo hasta el monumento que,
junto a la tumba de Martí, la patria libre habrá de levantarles a los
"Mártires del Centenario".
El último joven que asesinaron en la zona de
Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían detenido en una cueva en Siboney
el jueves 30 por la mañana junto con el compañero Ciro Redondo. Cuando los
llevaban caminando por la carretera con los brazos en alto, le dispararon al
primero un tiro por la espalda y ya en el suelo lo remataron con varias
descargas más. Al segundo lo condujeron hasta el campamento; cuando lo vio el
comandante Pérez Chaumont exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han
traído!" El tribunal pudo escuchar la narración del hecho por boca de este
joven que sobrevivió gracias a lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez
de los soldados".
La consigna era general en toda la provincia. Diez
días después del 26, un periódico de esta ciudad publicó la noticia de que, en
la carretera de Manzanillo a Bayamo, habían aparecido dos jóvenes ahorcados.
Más tarde se supo que eran los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí
también ocurrió algo extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado
del cuartel de Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la
carretera los bajaron y después de golpearlos hasta hacerles perder el sentido,
los estrangularon con una soga. Pero cuando ya los habían dejado por muertos, uno
de ellos, Andrés García, recobró el sentido, buscó refugio en casa de un
campesino y gracias a ello también el tribunal pudo conocer con todo lujo de
detalles el crimen. Este joven fue el único sobreviviente de todos los
prisioneros que se hicieron en la zona de Bayamo.
Cerca del río Cauto, en un lugar conocido por
Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego los cadáveres de Raúl de Aguiar,
Armando Valle y Andrés Valdés, asesinados a medianoche en el camino de Alto
Cedro a Palma Soriano por el sargento Montes de Oca, jefe de puesto del cuartel
de Miranda, el cabo Maceo y el teniente jefe de Alto Cedro, donde aquéllos
fueron detenidos.
En los anales del crimen merece mención de honor el
sargento Eulalio González, del cuartel Moncada, apodado "El Tigre".
Este hombre no tenía después el menor empacho para jactarse de sus tristes
hazañas. Fue él quien con sus propias manos asesinó a nuestro compañero Abel
Santamaría. Pero no estaba satisfecho. Un día en que volvía de la prisión de
Boniato, en cuyos patios sostiene una cría de gallos finos, montó el mismo
ómnibus donde viajaba la madre de Abel. Cuando aquel monstruo comprendió de
quien se trataba, comenzó a referir en alta voz sus proezas y dijo bien alto
para que lo oyera la señora vestida de luto: "Pues yo sí saqué muchos ojos
y pienso seguirlos sacando." Los sollozos de aquella madre ante la afrenta
cobarde que le infería el propio asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna
palabra el oprobio moral sin precedentes que está sufriendo nuestra patria. A
esas mismas madres, cuando iban al cuartel Moncada preguntando por sus hijos,
con cinismo inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!; vaya a verlo al
hotel Santa Ifigenia donde se lo hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o
los responsables de estos hechos tendrán que sufrir un escarmiento terrible!
Hombres desalmados que insultaban groseramente al pueblo cuando se quitaban los
sombreros al paso de los cadáveres de los revolucionarios.
Tantas fueron las víctimas que todavía el gobierno
no se ha atrevido a dar las listas completas, saben que las cifras no guardan
proporción alguna. Ellos tienen los nombres de todos los muertos porque antes
de asesinar a los prisioneros les tomaban las generales. Todo ese largo trámite
de identificación a través del Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay
familias que no saben todavía la suerte de sus hijos. Si ya han pasado casi
tres meses, ¿por qué no se dice la última palabra?
Quiero hacer constar que a los cadáveres se les
registraron los bolsillos buscando hasta el último centavo y se les despojó de
las prendas personales, anillos y relojes, que hoy están usando descaradamente
los asesinos.
Gran parte de lo que acabo de referir ya lo sabíais
vosotros, señores magistrados, por las declaraciones de mis compañeros. Pero
véase cómo no han permitido venir a este juicio a muchos testigos
comprometedores y que en cambio asistieron a las sesiones del otro juicio.
Faltaron, por ejemplo, todas las enfermeras del Hospital Civil, pese a que
están aquí al lado nuestro, trabajando en el mismo edificio donde se celebra
esta sesión; no las dejaron comparecer para que no pudieran afirmar ante el
tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí fueron detenidos veinte hombres
vivos, además del doctor Mario Muñoz. Ellos temían que el interrogatorio a los
testigos yo pudiese hacer deducir por escrito testimonios muy peligrosos.
Pero vino el comandante Pérez Chaumont y no pudo
escapar. Lo que ocurrió con este héroe de batallas contra hombres sin armas y
maniatados, da idea de lo que hubiera pasado en el Palacio de Justicia si no me
hubiesen secuestrado del proceso. Le pregunté cuántos hombres nuestros habían
muerto en sus célebres combates de Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por
fin que veintiuno. Como yo sé que esos combates no ocurrieron nunca, le
pregunté cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que ninguno: todos eran
muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército estaba usando armas
atómicas. Claro que donde hay asesinados a boca de jarro no hay heridos. Le
pregunté después cuántas bajas había tenido el Ejército. Me contestó que dos
heridos. Le pregunté por último que si alguno de esos heridos había muerto, y
me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos del Ejército y
resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese mismo comandante Pérez
Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado veintiún jóvenes
indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio que vale más de
cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses de marzato. ¡Y si eso ha
ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado los generales!.
Señores magistrados: ¿Dónde están nuestros
compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y 29 de julio, que se sabe pasaban de
sesenta en la zona de Santiago de Cuba? solamente tres y las dos muchachas han
comparecido, los demás sancionados fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde
están nuestros compañeros heridos? Solamente cinco han aparecido: al resto lo
asesinaron también. Las cifras son irrebatibles. Por aquí, en cambio, han
desfilado veinte militares que fueron prisioneros nuestros y que según sus
propias palabras no recibieron ni una ofensa. Por aquí han desfilado treinta
heridos del Ejército, muchos de ellos en combates callejeros, y ninguno fue
rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve muertos y treinta heridos, ¿cómo es
posible que nosotros hayamos tenido ochenta muertos y cinco heridos? ¿Quién vio
nunca combates de veintiún muertos y ningún herido como los famosos de Pérez
Chaumont?
Ahí están las cifras de bajas en los recios combates
de la Columna Invasora en la guerra del 95, tanto aquellos en que salieron
victoriosas como en los que fueron vencidas las armas cubanas: combate de Los
Indios, en Las Villas: doce heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo:
cuatro muertos, veintitrés heridos; combate de Calimete: dieciséis muertos,
sesenta y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y nueve muertos, ochenta
y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco muertos, trece heridos; combate
del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y cinco heridos; combate de San Gabriel
del Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos... en todos absolutamente el
número de heridos es dos veces, tres veces y hasta diez veces mayor que el de
muertos. No existían entonces los modernos adelantos de la ciencia médica que disminuyen
la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la fabulosa proporción de
dieciséis muertos por un herido, si no es rematando a éstos en los mismos
hospitales y asesinando después a los indefensos prisioneros? Estos números
hablan sin réplica posible.
"Es una vergüenza y un deshonor para el
Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes; hay
que matar diez prisioneros por cada soldado muerto..." Ése es el concepto
que tienen del honor los cabos furrieles ascendidos a generales del 10 de
marzo, y ése es el honor que le quieren imponer al Ejército nacional. Honor
falso, honor fingido, honor de apariencia que se basa en la mentira, la
hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con sangre una careta de honor.
¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor? ¿Quién les dijo que el honor
de un Ejército consiste en asesinar heridos y prisioneros de guerra?
En las guerras los ejércitos que asesinan a los
prisioneros se han ganado siempre el desprecio y la execración del mundo.
Tamaña cobardía no tiene justificación ni aun tratándose de enemigos de la
patria invadiendo el territorio nacional. Como escribió un libertador de la
América del Sur, "ni la más estricta obediencia militar puede cambiar la
espada del soldado en cuchilla de verdugo." El militar de honor no asesina
al prisionero indefenso después del combate, sino que lo respeta; no remata al herido,
sino que lo ayuda; impide el crimen y si no puede impedirlo hace como aquel
capitán español que al sentir los disparos con que fusilaban a los estudiantes
quebró indignado su espada y renunció a seguir sirviendo a aquel ejército.
Los que asesinaron a los prisioneros no se
comportaron como dignos compañeros de los que murieron. Yo vi muchos soldados
combatir con magnífico valor, como aquéllos de la patrulla que dispararon
contra nosotros sus ametralladoras en un combate casi cuerpo a cuerpo o aquel
sargento que desafiando la muerte se apoderó de la alarma para movilizar el
campamento. Unos están vivos, me alegro; otros están muertos; sólo siento que
hombres valerosos caigan defendiendo una mala causa. Cuando Cuba sea libre,
debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y los hijos de los
valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes de las desgracias
de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta nefasta situación.
Pero el honor que ganaron los soldados para las
armas murieron en combate lo mancillaron los generales mandando asesinar
prisioneros después del combate. Hombres que se hicieron generales de la
madrugada al amanecer sin haber disparado un tiro, que compraron sus estrellas
con alta traición a la República, que mandan asesinar los prisioneros de un
combate en que no participaron: ésos son los generales del 10 de marzo,
generales que no habrían servido ni para arrear las mulas que cargaban la
impedimenta del Ejército de Antonio Maceo.
Si el Ejército tuvo tres veces más bajas que nosotros
fue porque nuestros hombres estaban magníficamente entrenados, como ellos
mismos dijeron, y porque se habían tomado medidas tácticas adecuadas como ellos
mismos reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel más brillante, si fue
totalmente sorprendido pese a los millones que se gasta el SIM en espionaje, si
sus granadas de mano no explotaron porque estaban viejas, se debe a que tiene
generales como Martín Díaz Tamayo y coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto
del Río Chaviano. No fueron diecisiete traidores metidos en las filas del
Ejército como el 10 de marzo, sino ciento sesenta y cinco hombres que
atravesaron la Isla de un extrema a otro para afrontar la muerte a cara
descubierta. Si esos jefes hubieran tenido honor militar habrían renunciado a
sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal en la sangre
de los prisioneros.
Matar prisioneros indefensos y después decir que
fueron muertos en combate, ésa es toda la capacidad militar de los generales
del 10 de marzo. Así actuaban en los años más crueles de nuestra guerra de
independencia los peores matones de Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra
nos narran el siguiente pasaje: "El día 23 de febrero entró en Punta Brava
el oficial Baldomero Acosta con alguna caballería, al tiempo que, por el camino
opuesto, acudía un pelotón del regimiento Pizarro al mando de un sargento, allí
conocido por Barriguilla. Los insurrectos cambiaron algunos tiros con la gente
de Pizarro, y se retiraron por el camino que une a Punta Brava con el caserío de
Guatao.
A los cincuenta hombres de Pizarro seguía una
compañía de voluntarios de Marianao y otra del cuerpo de Orden Público, al
mando del capitán Calvo [...] Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la
vanguardia en el caserío se inició la matanza contra el vecindario pacífico;
asesinaron a doce habitantes del lugar. [...] Con la mayor celeridad la columna
que mandaba el capitán Calvo, echó mano a todos os vecinos que corrían por el
pueblo, y amarrándolos fuertemente en calidad de prisioneros de guerra, los
hizo marchar para La Habana. [...] No saciados aún con los atropellos cometidos
en las afueras de Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó
la muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El marqués de
Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la costosísima victoria
obtenida por las armas españolas; pero el comandante Zugasti, hombre de
pundonor, denunció al gobierno lo sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos
pacíficos las muertes perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento
Barriguilla.
"La intervención de Weyler en este horrible
suceso y su alborozo al conocer los pormenores de la matanza, se descubre de un
modo palpable en el despacho oficial que dirigió al ministro de la Guerra a
raíz de la cruenta inmolación. "Pequeña columna organizada por comandante
militar Marianao con fuerzas de la guarnición, voluntarios y bomberos a las
órdenes del capitán Calvo de Orden público, batió, destrozándolas, partidas de
Villanueva y Baldomero Acosta cerca de Punta Brava (Guatao), causándoles veinte
muertos, que entregó, para su enterramiento al alcalde Guatao, haciéndoles
quince prisioneros, entre ellos un herido [...] y suponiendo llevan muchos
heridos; nosotros tuvimos un herido grave, varios leves y contusos.
Weyler"."
¿En qué se diferencia este parte de guerra de Weyler
de los partes del coronel Chaviano dando cuenta de las victorias del comandante
Pérez Chaumont? Sólo en que Weyler comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó
veintiuno; Weyler menciona un soldado herido en sus filas, Chaviano menciona
dos; Weyler habla de un herido y quince prisioneros en el campo enemigo,
Chaviano no habla de heridos ni prisioneros.
Igual que admiré el valor de los soldados que
supieron morir, admiro y reconozco que muchos militares se portaron dignamente
y no se mancharon las manos en aquella orgía de sangre. No pocos prisioneros
que sobrevivieron les deben la vida a la actitud honorable de militares como el
teniente Sarría, el teniente Camps, el capitán Tamayo y otros que custodiaron
caballerosamente a los detenidos. Si hombres como ésos no hubiesen salvado en
parte el honor de las Fuerzas Armadas, hoy sería más honroso llevar arriba un
trapo de cocina que un uniforme.
Para mis compañeros muertos no clamo venganza. Como
sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los
criminales juntos. No es con sangre como pueden pagarse las vidas de los
jóvenes que mueren por el bien de un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el
único precio digno que puede pagarse por ellas.
Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni
muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de ver aterrorizados cómo
surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso de su ideas. Que hable
por mí el Apóstol: "Hay un límite al llanto sobre las sepulturas de los
muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se jura sobre sus
cuerpos, y que no teme ni se abata ni se debilita jamás; porque los cuerpos de
los mártires son el altar más hermoso de la honra."
[...] Cuando se muere
En brazos de la patria agradecida,
La muerte acaba, la prisión se rompe;
¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!
Hasta aquí me he concretado casi exclusivamente a
los hechos. Como no olvido que estoy delante de un tribunal de justicia que me
juzga, demostraré ahora que únicamente de nuestra parte está el derecho y que
la sanción impuesta a mis compañeros y la que se pretende imponerme no tiene
justificación ante la razón, ante la sociedad y ante la verdadera justicia.
Quiero ser personalmente respetuoso con los señores
magistrados y os agradezco que no veáis en la rudeza de mis verdades ninguna
animadversión contra vosotros. Mis razonamientos van encaminados sólo a
demostrar lo falso y erróneo de la posición adoptada en la presente situación
por todo el Poder Judicial, del cual cada tribunal no es más que una simple
pieza obligada a marchar, hasta cierto punto, por el mismo sendero que traza la
máquina, sin que ellos justifique, desde luego, a ningún hombre a actuar contra
sus principios. Sé perfectamente que la máxima responsabilidad le cabe a la
alta oligarquía que sin un gesto digno se plegó servilmente a los dictados del
usurpador traicionando a la nación y renunciando a la independencia del Poder
Judicial. Excepciones honrosas han tratado de remendar el maltrecho honor con
votos particulares, pero el gesto de la exigua minoría apenas ha trascendido,
ahogado por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas. Este fatalismo, sin
embargo, no me impedirá exponer la razón que me asiste. Si el traerme ante este
tribunal no es más que pura comedia para darle apariencia de legalidad y
justicia a lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano firme el velo
infame que cubre tanta desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que me
traen ante vosotros para que se me juzgue y condene no han acatado una sola
orden de este tribunal.
Si este juicio, como habéis dicho, es el más
importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se instauró la
República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura de silencio que
me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros hagáis, la
posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un
acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas,
cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro.
Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya
escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y por
encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de
ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero
implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además,
aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo
cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una
espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma
sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un
puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo.
Os voy a referir una historia. Había una vez una
república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente,
Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y
escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el
pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una
opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo
eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de
radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo
palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz,
deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba
el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver;
estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería
respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que
nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones
democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda
su esperanza estaba en el futuro.
¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se despertó
estremecida; a las sombras de la noche los espectros del pasado se habían
conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las manos, por
los pies y por el cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces,
aquellas guadañas de muerte, aquellas botas... No; no era una pesadilla; se
trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado Fulgencio Batista
acababa de cometer el horrible crimen que nadie esperaba.
Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de aquel
pueblo, que quería creer en las leyes de la República y en la integridad de sus
magistrados a quienes había visto ensañarse muchas veces contra los infelices,
buscó un Código de Defensa Social para ver qué castigos prescribía la sociedad
para el autor de semejante hecho, y encontró lo siguiente:
"Incurrirá en una sanción de privación de
libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho encaminado
directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la
Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida."
"Se impondrá una sanción de privación de
libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un
alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La
sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevare a efecto
la insurrección".
"El que ejecutare un hecho con el fin
determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere temporalmente al
Senado, a la cámara de Representantes, al Representantes, al Presidente de la
República o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de sus funciones
constitucionales, incurrirá en un sanción de privación de libertad de seis a
diez años.
"El que tratare de impedir o estorbar la
celebración de elecciones generales; [...] incurrirá en una sanción de
privación de libertad de cuatro a ocho años.
"El que introdujere, publicare, propagare o
tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que tienda [...] a
provocar la inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá en una sanción de
privación de libertad de dos años a seis años."
"El que sin facultad legar para ello ni orden
del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas, fortalezas, puestos militares,
poblaciones o barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una sanción de
privación de libertad de cinco a diez años.
"Igual sanción se impondrá al que usurpare el
ejercicio de una función atribuida por la Constitución como propia de alguno de
los Poderes del Estado."
Sin decir una palabra a nadie, con el Código en una
mano y los papeles en otra, el mencionado ciudadano se presentó en el viejo
caserón de la capital donde funcionaba el tribunal competente, que estaba en la
obligación de promover causa y castigar a los responsables de aquel hecho, y
presentó un escrito denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y
sus diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como ordenaba
imponerle el Código de Defensa Social con todas las agravantes de reincidencia,
alevosía y nocturnidad.
Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué
decepción! El acusado no era molestado, se paseaba por la República como un
amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y nada
menos que el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en el
lugar de honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia.
Pasaron otra vez los días y los meses. El pueblo se
cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces
aquel hombre que estaba fuera de la ley, que había ocupado el poder por la
violencia, contra la voluntad del pueblo y agrediendo el orden legal, torturó,
asesinó, encarceló y acusó ante los tribunales a los que habían ido a luchar
por la ley y devolverle al pueblo su libertad.
Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde
que un día presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que
castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras
instituciones,, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar
este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la República, se
me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni
ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de
trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda
severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí
veintiséis años de cárcel.
Me diréis que aquella vez los magistrados de la
República no actuaron porque se lo impedía la fuerza; entonces, confesadlo:
esta vez también la fuerza os obligará a condenarme. La primera no pudisteis
castigar al culpable; la segunda, tendréis que castigar al inocente. La
doncella de la justicia, dos veces violada por la fuerza.
¡Y cuánta charlatanería para justificar lo
injustificable, explicar lo inexplicable y conciliar lo inconciliable! Hasta
que han dado por fin en afirmar, como suprema razón, que el hecho crea el
derecho. Es decir que el hecho de haber lanzado los tanques y los soldados a la
calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la Tesorería de la República y
los demás edificios oficiales, y apuntar con las armas al corazón del pueblo,
crea el derecho a gobernarlo. El mismo argumento pudieron utilizar los nazis
que ocuparon las naciones de Europa e instalaron en ellas gobiernos de títeres.
Admito y creo que la revolución sea fuerte de
derecho; pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano
armada del 10 de marzo. En el lenguaje vulgar, como dijo José Ingenieros, suele
darse el nombre de revolución a los pequeños desórdenes que un grupo de
insatisfechos promueve para quitar a los hartos sus prebendas políticas o sus
ventajas económicas, resolviéndose generalmente en cambios de unos hombres por
otros, en un reparto nuevo de empleos y beneficios. Ése no es el criterio del
filósofo de la historia, no puede ser el del hombre de estudio.
No ya en el sentido de cambios profundos en el
organismos social, ni siquiera en la superficie del pantano público se vio
mover una ola que agitase la podredumbre reinante. Si en el régimen anterior
había politiquería, ha multiplicado por diez el pillaje y ha duplicado por cien
la falta de respeto a la vida humana.
Se sabía que Barriguilla había robado y había
asesinado, que era millonario, que tenía en la capital muchos edificios de
apartamentos, acciones numerosas en compañías extranjeras, cuentas fabulosas en
bancos norteamericanos, que repartió bienes gananciales por dieciocho millones
de pesos, que se hospedaba en el más lujoso hotel de los millonarios yanquis,
pero lo que nunca podrá creer nadie es que Barriguilla fuera revolucionario.
Barriguilla es el sargento de Weyler que asesinó doce cubanos en el Guatao...
En Santiago de Cuba fueron setenta. De te fabula narratur.
Cuatro partidos políticos gobernaban el país antes
del 10 de marzo: Auténtico, Liberal, Demócrata y Republicano. A los dos días
del golpe se adhirió el Republicano; no había pasado un año todavía y ya el
Liberal y el Demócrata estaban otra vez en el poder, Batista no restablecía la
Constitución, no restablecía las libertades públicas, no restablecía el
Congreso, no restablecía el voto directo, no restablecía en fin ninguna de las
instituciones democráticas arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja, Guas
Inclán, Salvito García Ramos, Anaya Murillo, y con los altos jerarcas de los
partidos tradicionales en el gobierno, a lo más corrompido, rapaz, conservador
y antediluviano de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de Barriguilla!
Ausente del más elemental contenido revolucionario,
el régimen de Batista ha significado en todos los órdenes un retroceso de
veinte años para Cuba. Todo el mundo ha tenido que pagar bien caro su regreso,
pero principalmente las clases humildes que están pasando hambre y miseria
mientras la dictadura que ha arruinado al país con la conmoción, la ineptitud y
la zozobra, se dedica a la más repugnante politiquería, inventando fórmulas y
más fórmulas de perpetuarse en el poder aunque tenga que ser sobre un montón de
cadáveres y un mar de sangre.
Ni una sola iniciativa valiente ha sido dictada.
Batista vive entregado de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser
de otro modo, por su mentalidad, por la carencia total de ideología y de
principios, por la ausencia absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de
las masas. Fue un simple cambio de manos y un reparto de botín entre los
amigos, parientes, cómplices y la rémora de parásitos voraces que integran el
andamiaje político del dictador. ¡Cuántos oprobios se le han hecho sufrir al
pueblo para que un grupito de egoístas que no sienten por la patria la menor
consideración puedan encontrar en la cosa pública un modus vivendi fácil y
cómodo!.
¡Con cuánta razón dijo Eduardo Chibás en su postrer
discurso que Batista alentaba el regreso de los coroneles, del palmacristi y de
la ley de fuga! De inmediato después del 10 de marzo comenzaron a producirse
otra vez actos verdaderamente vandálicos que se creían desterrados para siempre
en Cuba: el asalto a la Universidad del Aire, atentado sin precedentes a una
institución cultural, donde los gangsters del SIM se mezclaron con los mocosos
de la juventud del PAU; el secuestro del periodista Mario Kuchilán, arrancado
en plena noche de su hogar y torturado salvajemente hasta dejarlo casi
desconocido; el asesinato del estudiante Rubén Batista y las descargas criminales
contra una pacífica manifestación estudiantil junto al mismo paredón donde los
voluntarios fusilaron a los estudiantes del 71; hombres que arrojaron la sangre
de los pulmones ante los mismos tribunales de justicia por las bárbaras
torturas que les habían aplicado en los cuerpos represivos, como en el proceso
del doctor García Bárcena.
Y no voy a referir aquí los centenares de casos en
que grupos de ciudadanos han sido apaleados brutalmente sin distinción de
hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Todo esto antes del 26 de julio. Después,
ya se sabe, ni siquiera el cardenal Arteaga se libró de actos de esta
naturaleza. Todo el mundo sabe que fue víctima de los agentes represivos.
Oficialmente afirmaron que era obra de una banda de ladrones. Por una vez
dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es este régimen?...
La ciudadanía acaba de contemplar horrorizada el
caso del periodista que estuvo secuestrado y sometido a torturas de fuego
durante veinte días. En cada hecho un cinismo inaudito, una hipocresía infinita:
la cobardía de rehuir la responsabilidad y culpar invariablemente a los
enemigos del régimen. Procedimientos de gobierno que no tienen nada que
envidiarle a la peor pandilla de gangster. Hitler asumió la responsabilidad por
las matanzas del 30 de junio de 1934 diciendo que había sido durante 24 horas
el Tribunal Supremo de Alemania; los esbirros de esta dictadura, que no cabe
compararla con ninguna otra por la baja, ruin y cobarde, secuestran, torturan,
asesinan, y después culpan canallescamente a los adversarios del régimen. Son
los métodos típicos del sargento Barriguilla.
En todos estos hechos que he mencionado, señores
magistrados, ni una sola vez han aparecido los responsables para ser juzgados
por los tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el régimen del orden, de la paz pública
y el respeto a la vida humana?
Si todo esto he referido es para que se me diga si
tal situación puede llamarse revolución engendradora de derecho; si es o no
lícito luchar contra ella; si no han de estar muy prostituidos los tribunales
de la República para enviar a la cárcel a los ciudadanos que quieren librar a
su patria de tanta infamia.
Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso
despotismo, y vosotros no ignoráis que la resistencia frente al despotismo es
legítima; éste es un principio universalmente reconocido y nuestra Constitución
de 1940 lo consagró expresamente en el párrafo segundo del artículo 40:
"Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos
individuales garantizados anteriormente." Más, aun cuando no lo hubiese
consagrado nuestra ley fundamental, es supuesto sin el cual no puede concebirse
la existencia de una colectividad democrática.
El profesor Infiesta en su libro de derecho
constitucional establece una diferencia entre Constitución Política y
Constitución Jurídica, y dice que "a veces se incluyen en la Constitución
Jurídica principios constitucionales que, sin ello, obligarían igualmente por
el consentimiento del pueblo, como los principios de la mayoría o de la
representación en nuestras democracias". El derecho de insurrección frente
a la tiranía es uno de esos principios que, esté o no esté incluido dentro de
la Constitución Jurídica, tiene siempre plena vigencia en una sociedad
democrática. El planteamiento de esta cuestión ante un tribunal de justicia es
uno de los problemas más interesantes del derecho público. Duguit ha dicho en
su Tratado de Derecho Constitucional que "si la insurrección fracasa, no
existirá tribunal que ose declarar que no hubo conspiración o atentado contra
la seguridad del Estado porque el gobierno era tiránico y la intención de
derribarlo era legítima". Pero fijaos bien que no dice "el tribunal
no deberá", sino que "no existirá tribunal que ose declarar";
más claramente, que no habrá tribunal que se atreva, que no habrá tribunal lo
suficientemente valiente para hacerlo bajo una tiranía. La cuestión no admite
alternativa; si el tribunal es valiente y cumple con su deber, se atreverá.
Se acaba de discutir ruidosamente la vigencia de la
Constitución de 1940; el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales
falló en contra de ella y a favor de los Estatutos; sin embargo, señores
magistrados, yo sostengo que la constitución de 1940 sigue vigente. Mi
afirmación podrá parecer absurda y extemporánea; pero no os asombréis, soy yo
quien se asombra de que un tribunal de derecho haya intentado darle un vil
cuartelazo a la Constitución legítima de la República. Como hasta aquí,
ajustándome rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la razón, demostraré lo
que acabo de afirmar. El Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales fue
instituido por el artículo 172 de la Constitución de 1940, complementado por la
Ley Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949. Estas leyes, en virtud de las
cuales fue creado, le concedieron, en materia de inconstitucionalidad, una
competencia específica y determinada: resolver los recursos de
inconstitucionalidad contra las leyes, decretos-leyes, resoluciones o actos que
nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos y garantías
constitucionales o que impidan el libre funcionamiento de los órganos del
Estado. En el artículo 194 se establecía bien claramente: "Los jueces y
tribunales están obligados a resolver los conflictos entre las leyes vigentes y
la Constitución ajustándose al principio de que ésta prevalezca siempre sobre
aquéllas."
De acuerdo, pues, con las leyes que le dieron
origen, el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales debía resolver
siempre a favor de la Constitución. Si ese tribunal hizo prevalecer los
Estatutos por encima de la Constitución de la República se salió por completo
de su competencia y facultades, realizando, por tanto, un acto jurídicamente
nulo. La decisión en sí misma, además, es absurda y lo absurdo no tiene
vigencia ni de hecho ni de derecho, no existe ni siquiera metafísicamente. Por
muy venerable que sea un tribunal no podrá decir que el círculo es cuadrado, o,
lo que es igual, que el engendro grotesco del 4 de abril puede llamarse
Constitución de un Estado.
Entendemos por Constitución la ley fundamental y
suprema de una nación, que define su estructura política, regula el
funcionamiento de los órganos del Estado y pone límites a sus actividades, ha
de ser estable, duradera y más bien rígida. Los Estatutos no llenan ninguno de
estos requisitos. Primeramente encierran una contradicción monstruosa,
descarada y cínica en lo más esencial, que es lo referente a la integración de
la República y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice: "Cuba es
un Estado independiente y soberano organizado como República
democrática..." El Presidente de la República será designado por el
Consejo de Ministros. ¿Y quién elige el Consejo de Ministros? El artículo 120,
inciso 13: "Corresponde al Presidente nombrar y renovar libremente a los
ministros, sustituyéndolos en las oportunidades que proceda." ¿Quién elige
a quién por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que
nadie ha resuelto todavía?
Un día se reunieron dieciocho aventureros. El plan
era asaltar la República con su presupuesto de trescientos cincuenta millones.
Al amparo de la traición y de las sombras consiguieron su propósito: "¿Y
ahora qué hacemos?" Uno de ellos les dijo a los otros: "Ustedes me
nombran primer ministro y yo los nombro generales." Hecho esto buscó veinte
alabarderos y les dijo: "Yo los nombro ministros y ustedes me nombran
presidente." Así se nombraron unos a otros generales, ministros,
presidente y se quedaron con el Tesoro y la República.
Y no es que se tratara de la usurpación de la
soberanía por una sola vez para nombrar ministros, generales y presidente, sino
que un hombre se declaró en unos estatutos dueño absoluto, no ya de la
soberanía, sino de la vida y la muerte de cada ciudadano y de la existencia
misma de la nación. Por eso sostengo que no solamente es traidora, vil, cobarde
y repugnante la actitud del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales,
sino también absurda.
Hay en los Estatutos un artículo que ha pasado
bastante inadvertido pero es el que da la clave de esta situación y del cual
vamos a sacar conclusiones decisivas. Me refiero a la cláusula de reforma
contenida en el artículo 257 y que dice textualmente: "Esta Ley
Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de
las dos terceras partes de sus miembros." Aquí la burla llegó al colmo. No
es sólo que hayan ejercido la soberanía para imponer al pueblo una Constitución
sin contar con su consentimiento y elegir un gobierno que concentra en sus
manos todos los poderes, sino que por el artículo 257 hacen suyo
definitivamente el atributo más esencial de la soberanía que es la facultad de
reformar la ley suprema y fundamental de la nación, cosa que han hecho ya
varias veces desde el 10 de marzo, aunque afirman con el mayor cinismo del
mundo en el artículo 2 que la soberanía reside en el pueblo y de él dimanan
todos los poderes.
Si para realizar estas reformas basta la conformidad
del Consejo de Ministros, queda entonces en manos de un solo hombre el derecho
de hacer y deshacer la República, un hombre que es además el más indigno de los
que han nacido en esta tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el Tribunal de
Garantías Constitucionales, y es válido y es legal todo lo que ello se derive?
Pues bien, veréis lo que aceptó: "Esta Ley Constitucional podrá ser
reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de
sus miembros." Tal facultad no reconoce límites; al amparo de ella
cualquier artículo, cualquier capítulo, cualquier título, la ley entera puede
ser modificada. El artículo 1, por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba es
un Estado independiente y soberano organizado como República democrática
—"aunque de hecho sea hoy una satrapía sangrienta"—; el artículo 3
dice que "el territorio de la República está integrado por la Isla de
Cuba, la Isla de Pinos y las demás islas y cayos adyacentes..."; así
sucesivamente.
Batista y su Consejo de Ministros, al amparo del
artículo 257, pueden modificar todos esos atributos, decir que Cuba no es ya
una República, sino una Monarquía Hereditaria y ungirse él, Fulgencio Batista,
Rey; pueden desmembrar el territorio nacional y vender una provincia a un país
extraño como hizo Napoleón con la Louisiana; pueden suspender el derecho a la
vida y, como Herodes, mandar a degollar los niños recién nacidos: todas estas
medidas serían legales y vosotros tendríais que enviar a la cárcel a todo el
que se opusiera, como pretendéis hacer conmigo en estos momentos. He puesto
ejemplos extremos para que se comprenda mejor lo triste y humillante que se
nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas en manos de hombres que de
verdad son capaces de vender la República con todos sus habitantes!
Si el Tribunal de Garantías Constitucionales aceptó
semejante situación, ¿qué espera para colgar las togas? Es un principio
elemental de derecho público que no existe la constitucionalidad allí donde el Poder
Constituye y el Poder Legislativo residen en el mismo organismo. Si el Consejo
de Ministros hace las leyes, los decretos, los reglamentos y al mismo tiempo
tiene facultad de modificar la Constitución en diez minutos, ¡maldita la falta
que nos hace un Tribunal de Garantías Constitucionales! Su fallo es, pues,
irracional, inconcebible, contrario a la lógica y a las leyes de la República,
que vosotros, señores magistrados, jurasteis defender. Al fallar a favor de los
Estatutos no quedó abolida nuestra ley suprema; sino que el Tribunal de
Garantías Constitucionales y Sociales se puso fuera de la Constitución,
renunció a sus fueros, se suicidó jurídicamente. ¡Qué en paz descanse!
El derecho de resistencia que establece el artículo
40 de esa Constitución está plenamente vigente. ¿Se aprobó para que funcionara
mientras la República marchaba normalmente? No, porque era para la Constitución
lo que un bote salvavidas es para una nave en alta mar, que no se lanza al agua
sino cuando la nave ha sido torpedeada por enemigos emboscados en su ruta.
Traicionada la Constitución de la República y arrebatadas al pueblo todas sus
prerrogativas, sólo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza le puede quitar,
el derecho a resistir a la opresión y a la injusticia. Si alguna duda queda,
aquí está un artículo del Código de Defensa Social, que no debió olvidar el
señor fiscal, el cual dice textualmente: "Las autoridades de nombramiento
del Gobierno o por elección popular que no hubieren resistido a la insurrección
por todos los medios que estuvieren a su alcance, incurrirán en una sanción de
interdicción especial de seis a diez años." Era obligación de los
magistrados de la República resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo. Se
comprende perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley, cuando nadie
ha cumplido el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han cumplido con la
ley y el deber.
No podréis negarme que el régimen de gobierno que se
le ha impuesto a la nación es indigno de su tradición y de su historia. En su
libro. El espíritu de las leyes, que sirvió de fundamento a la moderna división
de poderes, Montesquieu distingue por su naturaleza tres tipos de gobierno:
"el Republicano, en que el pueblo entero o una parte del pueblo tiene el
poder soberano; el Monárquico, en que uno solo gobierna pero con arreglo a
Leyes fijas y determinadas; y el Despótico, en que uno solo, sin Ley y sin
regla, lo hace todo sin más que su voluntad y su capricho." Luego añade:
"Un hombre al que sus cinco sentidos le dicen sin cesar que lo es todo, y
que los demás no son nada, es naturalmente ignorante, perezoso,
voluptuoso." "Así como es necesaria la virtud en una democracia, el
honor en una monarquía, hace falta el temor en un gobierno despótico; en cuanto
a la virtud, no es necesaria, y en cuanto al honor, sería peligroso."
El derecho de rebelión contra el despotismo, señores
magistrados, ha sido reconocido, desde la más lejana antigüedad hasta el
presente, por hombres de todas las doctrinas, de todas las ideas y todas las
creencias.
En las monarquías teocráticas de las más remota
antigüedad china, era prácticamente un principio constitucional que cuando el
rey gobernase torpe y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado por un
príncipe virtuoso.
Los pensadores de la antigua India ampararon la
resistencia activa frente a las arbitrariedades de la autoridad. Justificaron
la revolución y llevaron muchas veces sus teorías a la práctica. Uno de sus
guías espirituales decía que "una opinión sostenida por muchos es más
fuerte que el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras es suficiente para
arrastrar a un león."
Las ciudades estados de Grecia y la República
Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban la muerte violenta de los
tiranos.
En la Edad Media, Juan de Salisbury en su Libro de
hombre de Estado, dice que cuando un príncipe no gobierna con arreglo a derecho
y degenera en tirano, es lícita y está justificada su deposición violenta.
Recomienda que contra el tirano se use el puñal aunque no el veneno.
Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologíca,
rechazó la doctrina del tiranicidio, pero sostuvo, sin embargo, la tesis de que
los tiranos debían ser depuestos por el pueblo.
Martín Lutero proclamó que cuando un gobierno
degenera en tirano vulnerando las leyes, los súbditos quedaban librados del
deber de obediencia. Su discípulo Felipe Melanchton sostiene el derecho de
resistencia cuando los gobiernos se convierten en tirano. Calvino, el pensador
más notable de la Reforma desde el punto de vista de las ideas políticas,
postula que el pueblo tiene derecho a tomar las armas para oponerse a cualquier
usurpación.
Nada menos que un jesuita español de la época de
Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege et Regis Institutione, afirma que
cuando el gobernante usurpa el poder, o cuando, elegido, rige la vida pública
de manera tiránica, es lícito el asesinato por un simple particular,
directamente, o valiéndose del engaño, con el menor disturbio posible.
El escritor francés Francisco Hotman sostuvo que
entre gobernantes y súbditos existe el vínculo de un contrato, y que el pueblo
puede alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos cuando éstos
violan aquel pacto.
Por esa misma época aparece también un folleto que
fue muy leído, titulado Vindiciae Contra Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de
Stephanus Junius Brutus, donde se proclama abiertamente que es legítima la
resistencia a los gobiernos cuando oprimen al pueblo y que era deber de los
magistrados honorables encabezar la lucha.
Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan Poynet sostuvieron
este mismo punto de vista, y en el libro más importante de ese movimiento,
escrito por Jorge Buchnam, se dice que si el gobierno logra el poder sin contar
con el consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste de una manera
injusta y arbitraria, se convierte en tirano y puede ser destituido o privado
de la vida en el último caso.
Juan Altusio, jurista alemán de principios del siglo
XVII, en su Tratado de política, dice que la soberanía en cuanto autoridad
suprema del Estado nace del concurso voluntario de todos sus miembros; que la
autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario del gobierno arranca
del pueblo y que su ejercicio injusto, extralegal o tiránico exime al pueblo
del deber de obediencia y justifica la resistencia y la rebelión.
Hasta aquí, señores magistrados, he mencionado
ejemplos de la Antigüedad, la Edad Media y de los primeros tiempos de la Edad
Moderna: escritores de todas las ideas y todas las creencias. Más, como veréis,
este derecho está en la raíz misma de nuestra existencia política, gracias a él
vosotros podéis vestir hoy esas togas de magistrados cubanos que ojalá fueran
para la justicia.
Sabido es que en Inglaterra, en el siglo XVII,
fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo.
Estos hechos coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal,
esencia ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper
las cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías de derecho divino esa
filosofía opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los
gobernados, y sirvió de fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a las
revoluciones americana y francesa de 1775 y 1789. Estos grandes acontecimientos
revolucionarios abrieron el proceso de liberación de las colonias españolas en
América, cuyo último eslabón fue Cuba.
En esta filosofía se alimentó nuestro pensamiento
político y constitucional que fue desarrollándose desde la primera Constitución
de Guáimaro hasta la del 1940, influida esta última ya por las corrientes
socialistas del mundo actual que consagraron en ella el principio de la función
social de la propiedad y el derecho inalienable del hombre a una existencia
decorosa, cuya plena vigencia han impedido los grandes intereses creados.
El derecho de insurrección contra la tiranía recibió
entonces su consagración definitiva y se convirtió en postulado esencial de la
libertad política. Ya en 1649 Juan Milton escribe que el poder político reside
en el pueblo, quien puede nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de
separar a los tiranos.
Juan Locke en su Tratado de gobierno sostiene que
cuando se violan los derechos naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho
y el deber de suprimir o cambiar de gobierno. "El único remedio contra la
fuerza sin autoridad está en oponerle la fuerza."
Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia en su
Contrato Social: "Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y obedece,
hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude, hace mejor,
recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han quitado."
"El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser siempre el amo,
si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber. [...] La fuerza
es un poder físico; no veo qué moralidad pueda derivarse de sus efectos. Ceder
a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo lo más es un de
prudencia.
¿En qué
sentido podrá ser esto un deber?" "Renunciar a la libertad es
renunciar a la calidad del hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a
sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal
renuncia es incomparable con la naturaleza del hombre, y quitar toda la
libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a las acciones. En fin, es
una convicción vana y contradictoria estipular por una parte con una autoridad
absoluta y por otra con una obediencia sin límites..." Thomas Paine dijo
que "un hombre justo es más digno de respeto que un rufián coronado".
Sólo escritores reaccionarios se opusieron a este
derecho de los pueblos, como aquel clérigo de Virginia, Jonathan Boucher, quien
dijo que "El derecho a la revolución era una doctrina condenable derivada
de Lucifer, el padre de las rebeliones".
La Declaración de Independencia del Congreso de
Filadelfia el 4 de julio de 1776, consagró este derecho en un hermoso párrafo
que dice: "Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen
iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables
entre los cuales se cuentan la vida, la libertad y la consecución de la
felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres
gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados;
que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, al pueblo
tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se
funde en dichos principios y organice sus poderes en la forma que a su juicio
garantice mejor su seguridad y felicidad."
La famosa Declaración Francesa de los Derechos del
Hombre legó a las generaciones venideras este principio: "Cuando el
gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para éste el más
sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes." "Cuando
una persona se apodera de la soberanía debe ser condenada a muerte por los
hombres libres."
Creo haber justificado suficientemente mi punto de
vista: son más razones que las que esgrimió el señor fiscal para pedir que se
me condene a veintiséis años de cárcel; todas asisten a los hombres que luchan
por la libertad y la felicidad de un pueblo; ninguna a los que lo oprimen,
envilecen y saquean despiadadamente; por eso yo he tenido que exponer muchas y
él no pudo exponer una sola. ¿Cómo justificar la presencia de Batista en el
poder, al que llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y
por la fuerza las leyes de la Revolución?
¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se han
conjugado los hombres, las ideas y los métodos más retrógrados de la vida
pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida la alta traición de un tribunal
cuya misión era defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la
cárcel a ciudadanos que vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y
su vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la
verdadera justicia!
Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que
todas las demás: somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es
un crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria;
la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de
justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo
glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo,
Gómez y Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro;
se nos enseñó que el Titán había dicho que la libertad no se mendiga, sino que
se conquista con el filo del machete; se nos enseñó que para la educación de
los ciudadanos en la patria libre, escribió el Apóstol en su libro La Edad de
Oro: "Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite
que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre
honrado. [...]
En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro,
como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro,
hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los
que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su
libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de
hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana..." Se nos enseñó que
el 10 de octubre y el 24 de febrero son efemérides gloriosas y de regocijo
patrio porque marcan los días en que los cubanos se rebelaron contra el yugo de
la infame tiranía; se nos enseñó a querer y defender la hermosa bandera de la
estrella solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que
vivir en cadenas vivir en afrenta y oprobio sumidos, y que morir por la patria
es vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria
se esté asesinando y encarcelando a los hombres por practicar las ideas que les
enseñaron desde la cuna. Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros
padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser
esclavos de nadie.
Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su
centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta!
Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo su
fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay
jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle
su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba,
qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!
Termino mi defensa, no lo haré como hacen siempre
todos los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando
mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión.
Enviadme junto a ellos a compartir su suerte, es inconcebible que los hombres
honrados estén muertos o presos en una república donde está de presidente un
criminal y un ladrón.
A los señores magistrados, mi sincera gratitud por
haberme permitido
expresarme libremente, sin mezquinas coacciones; no
os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido humanos y sé
que el presidente de este tribunal, hombre de limpia vida, no puede disimular
su repugnancia por el estado de cosas reinantes que lo obliga a dictar un fallo
injusto. Queda todavía a la Audiencia un problema más grave; ahí están las
causas iniciadas por los setenta asesinatos, es decir, la mayor masacre que
hemos conocido; los culpables siguen libres con un arma en la mano que es
amenaza perenne para la vida de los ciudadanos; si no cae sobre ellos todo el
peso de la ley, por cobardía o porque se lo impidan, y no renuncien en pleno
todos los magistrados, me apiado de vuestras honras y compadezco la mancha sin
precedentes que caerá sobre el Poder Judicial.
En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no
la ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde
ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que
arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me
absolverá. Pronunciado por Fidel Castro en el juicio del Moncada, el 16 de
octubre de 1953